Participé en el ciclo “Los escritores viajan en Metro” en el Museo del Metro, que se ubica en la estación Mixocac. No sabía que existía un Museo del Metro, tampoco había hecho la reflexión de cuánto de nuestras vidas, de la literatura, de la historia de la ciudad corre por las venas naranjas de un sistema que el año que entra cumplirá 50 años. Ana Clavel, quien fue la instigadora de esta idea y que ha hecho del Metro un espacio literario en su narrativa, me preguntó cuál era mi primera impresión del Metro. Me puse a horadar en la memoria que a veces barrena contra obstáculos que no son necesariamente tesoros como la Coatlicoe, que las excavaciones sacaron a la luz, o el sin número de figurillas algunas de las cuales se exhiben allí en Mixcoac, lugar de serpientes. Antes que al gusano naranja, recuerdo a la estación Insurgentes, porque yo estrenaba adolescencia y la Zona Rosa era un fragmento de un mundo cosmopolita, con boutiques (palabra que también se estrenaba y en donde algunos recordarán la Boutique Avangard), cafés y librerías como Dalis y Arvil, que también eran galerías y vendían discos importados. De Dalis es mi primer disco de los Rolling Stones, Arvil sigue allí, el Auseba y el Duca D’Est con sus pastelillos europeos no existen más. Y aquella falda turquesa con la pantiblusa a rallas rosa y turquesa haciendo juego tampoco. Son reliquias de la memoria igual que la memoria de aquella estación que abría su boca para entrar tierra adentro. Estación Insurgentes era un foso redondo, con librerías y cafés y daba una sensación de habitar de pronto una ciudad del mundo que no era la que conocías con el Coyoacán-Colonia del Valle, con los helados de la Siberia y la papelería de la esquina. El Metro se sentía aerodinámico, la estación acercaba el futuro, y el mundo olía a una excitante promesa urbana. Entonces no pensaba en que era un modo funcional y necesario para mover a los habitantes de una urbe que aún permitía divisar los volcanes con frecuencia y que tenía como límite las Torres de Satélite.

Hoy, el Metro me ha servido para llegar al Centro y al Auditorio Nacional en numerosas ocasiones, al Foro Sol alguna vez, del plantel San Lorenzo Tezonco de la UACM a la Feria del libro del IPN (un señor recorrido), de mi casa al plantel universitario, de mi casa a Liverpool Insurgentes —pues uno literalmente desciende en la sección deportiva de la tienda. El Metro me ha funcionado para mirar y reconocer en su reflejo bajo tierra a los que vivimos en esta ciudad, a la urbe que se mueve con sus prisas mañaneras y su cansancio de fin de jornada sin el auto que blinda y separa. El Metro es la metrópoli. Y también la historia de la ciudad, de la línea uno a la 12, y quien sabe cuántas más, tal vez algún día lo estudien como modelo de algo. Una bióloga reconoció que el Metro de Tokio y el patrón de crecimiento del moho tienen el mismo modelo. Lo que sí, el Metro con su acertada iconografía y la elección de los nombres de las estaciones va contando una historia. ¿Por qué no hay jornadas educativas a bordo del Metro para que entendamos por qué a Nativitas lo identifica una embarcación y quién fue el General Anaya? Por qué en ese vagón especializado para la experiencia educativa, uno en cada tren, o un vagón de fin de semana, no hay una pantalla que nos vaya dibujando el trayecto que recorremos bajo la ciudad y nos cuente la historia que quedó en los nombres, que más allá de Balderas y la canción de Rockdrigo nos cuenten de la Decena Trágica. Por qué no se colocan textos breves, que queden a la altura de los ojos cuando nos detenemos del tubo que nos sostiene en la entraña de la ciudad, a merced del tren naranja que recorre el espacio, las capas y el devenir de nuestra ciudad y que nos conecta con nuestros referentes emocionales y las etapas de la vida. José Emilio Pacheco hizo del Metro un puente entre realidad y fantasía en su inolvidable cuento “Fiesta brava”, Inés Arredondo viajando en el Metro de París un Año Nuevo nos mostró que la mirada es lo más poderoso que hay. Y el Metro es para viajar y para mirarnos. Torrente sanguíneo de la Ciudad de México es tan símbolo de la ciudad como de Londres su famoso Mind the gap.

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