Tengo el privilegio de ser hijo de un hombre valiente. Se dice fácil pero no lo es tanto. La valentía es una virtud tan infrecuente como costosa, y mucho más en la arena pública. El valiente se arriesga a perder, a no gustar, a irritar, a ser repudiado y mal entendido. Sabe, en el fondo, que lo suyo es una apuesta improbable pero aun así opta por bregar contra la corriente, la corrección política y hasta contra la autoridad, con todo y riesgos. Eso es lo que ha hecho mi padre desde que tengo memoria.

Lo hizo en 1982 cuando publicó en Vuelta El Timón y la Tormenta, su primer gran llamado al cambio democrático, un ensayo escrito con brío contra el histrionismo patético y el dispendio de José López Portillo y, crucialmente, contra el todopoderoso PRI, amo y señor del sistema político nacional, al que mi padre ha repudiado desde hace cuatro décadas. Lo hizo de nuevo un año después, otra vez en la trinchera de Vuelta, con Por una Democracia sin Adjetivos, su ensayo canónico. Lo releí hace unos días. Hoy, casi 35 años después de publicado, no ha envejecido una letra. “El país tiene un agravio insatisfecho”, comienza para luego desenvolverse en una entrañable convocatoria a la iniciativa democrática, a la rebeldía frente a la raigambre autoritaria del priísmo, un llamado no a las armas sino a las urnas.

Mi padre lo haría de nuevo en 1988 cuando, a sabiendas de la ira del establishment literario de habla hispana, se ató al mástil para publicar La Comedia Mexicana de Carlos Fuentes y otra vez a mediados de los 80 sumando su voz a la de don Luis H. Álvarez en Chihuahua y más tarde a la de Salvador Nava en el anhelo democrático y de nuevo en los 90 cuando denunció las intenciones monárquicas de Carlos Salinas. Lo hizo en el nacimiento del zapatismo, en un intercambio memorable y crítico con el Subcomandante Marcos. Y lo hizo, claro, en junio de 2006, cuando publicó, en Letras Libres, El Mesías Tropical, el más valiente y quizá el más costoso de sus ensayos. Lo recuerdo perfectamente: en el último mes de la campaña presidencial, mientras otros escritores, intelectuales y periodistas —esos expertos en cosechar loas fáciles por su infalible cobardía disfrazada de corrección política— acudían sumisos a profesar su devoción por Andrés Manuel López Obrador, mi padre dio la espalda a la cargada genuflexa y escribió lo que le dictó su implacable conciencia intelectual. Fue, como todos los otros, un acto de valentía sin par entre la clase intelectual. En México, en privado, sobran los valientes. En público, hay muy, pero muy pocos. Enrique Krauze, que cumplió 70 años el 16 de septiembre, es el mayor de todos.

El costo de cada uno de estos actos de arrojo ha sido enorme. Acostumbrado a la aquiescencia de la gran mayoría de plumas mexicanas, el lagarto priísta reaccionó furibundo ante el “yo acuso” de mi padre. El ensayo contra Fuentes le costó no solo la enemistad activa y eterna del novelista sino la inquina de sus acólitos. Por un tiempo fue un paria entre sus pares. Le importó un bledo: la valentía intelectual no admite titubeos. Pero fue el ensayo sobre López Obrador el que le ha pasado la factura más duradera e indigna. Poco ha importado a los rabiosos lopezobradoristas que su eterno candidato confirmara en la práctica cada una de las interpretaciones psicológicas (¡y hasta de los pronósticos!) del ensayo. La justificada denuncia del mesianismo de López Obrador le ha costado a mi padre —el pionero de la lucha democrática, el mismo que denunció al priísmo cuando López Obrador era, caray, un alegre priísta tabasqueño y los tiranuelos de Twitter que hoy pretenden descalificar su obra eran apenas niños de teta— las etiquetas más injustas. Intuyo que esas calumnias, que ignoran la batalla de su vida, le han dolido más que otras. En el fondo, sin embargo, le enorgullecen. Son heridas bien ganadas. En el 2018, si le parece necesario, volverá a correr hacia el campo de batalla.

¿Dónde encontrar el origen de esa valentía, a veces temeraria? Comienza, creo yo, con su identidad más profunda. Mi padre es hijo de inmigrantes. Fue el primer Krauze Kleinbort en nacer en tierra mexicana. Creció escuchando la voz del exilio, oyendo a sus bisabuelos debatir en yiddish y rezar las plegarias de sus antepasados. Creció viendo a su abuelo paterno trabajar en una sastrería en el centro histórico y a su abuelo materno, al que adoraba, perder poco a poco la memoria, enfermo de Alzheimer (mi padre le contaba leyendas de la historia mexicana para ayudarlo a recordar, mientras el viejo José Kleinbort comía alguna dulce fruta de su patria adoptiva). Vio a sus padres, que habían llegado a México siendo niños, construir una vida plenamente mexicana, olvidando el polaco para hablar, escribir y gozar en el español pícaro de México. En todos ellos, mi padre vio la generosidad mexicana, la tierra donde los suyos, perseguidos en la Europa hostil del siglo XX, habían podido sobrevivir para luego florecer. El legado de esa infancia es no solo un profundo amor por México sino un fervor inagotable por defenderlo. Cuando lo que está en juego es el futuro de la patria que ha hecho posible la vida misma, la valentía es una virtud ineludible: contra todo, contra todos, contracorriente. Así ha vivido y por eso ha vivido mi padre, Enrique Krauze.

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