Aunque con Donald Trump y su diplomacia de patio escolar nunca se sabe, es probable que la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte concluya en las próximas semanas. Es cierto que falta por desenredar la famosa “cláusula sunset” y el porcentaje de producción norteamericana en los automóviles (dos caprichos del equipo de Trump), pero el escenario de negociación ha cambiado para bien, sobre todo por una razón: la parte interesada en cerrar un trato en los próximos meses es, ahora, Estados Unidos. En los primeros seis meses del año, el horizonte de la elección del primero de julio apuró al equipo de negociación mexicano. Ahora, la urgencia recae en los trumpistas, que necesitan algo que presumir frente a sus votantes antes de las elecciones legislativas de noviembre, en las que llevan las de perder. Eso explica, me parece, el curioso tono entusiasta y apurado no solo de Donald Trump sino de otras voces de su equipo.

Esperemos que el equipo de negociación mexicano entienda a cabalidad las ventajas de este apremio y conceda solo aquello que mejore el tratado regional para México. Ojalá también evite, en la medida de lo posible, regalarle a Donald Trump una victoria política que no merece. Habrá que tener cuidado, por ejemplo, con hacer concesiones en materia migratoria que Trump pueda luego vender con su base electoral como una suerte de pago por el muro por otras vías. Si lo consiguen, los negociadores del gobierno de Peña Nieto (más el equipo de López Obrador, que se ha integrado recientemente de buena manera) habrá rescatado un acuerdo comercial fundamental para la economía mexicana y le habrá negado una victoria a un hombre que es, a todas luces, enemigo de México. Es el desenlace ideal.

La mala noticia es que, una vez que concluya la larga batalla por rescatar el TLCAN, el gobierno mexicano tendrá que hacerse cargo de una agenda que, de una u otra manera, ha estado rehuyendo. Enrique Peña Nieto y su equipo se han concentrado casi por completo en resolver la amenaza que representa Trump para la agenda comercial bilateral. Desde el principio del gobierno de Trump, la meta central del gobierno saliente ha sido evitar que el chivo en cristalería de la Casa Blanca escalara la guerra comercial y, en un exabrupto, diera por terminado el TLCAN. Para lograrlo, Peña Nieto se concentró en la negociación y dejó de lado las consideraciones sobre las secuelas sociales y culturales del nativismo de Trump en la vida de millones de mexicanos en Estados Unidos: mientras no se salga del TLCAN, que despotrique y pisotee lo que quiera.

El problema, claro, es que muerto el perro —o renegociado el TLCAN— no se acaba la rabia.

Para proteger el TLCAN, Enrique Peña Nieto evitó enfrentar con fuerza a Trump en el resto de la agenda bilateral, incluido el maltrato aberrante a la comunidad mexicana en Estados Unidos. Con el renovado acuerdo comercial ya en el archivo, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no podrá darse el mismo lujo y tendrá qué decidir cómo manejará las nuevas prioridades de la relación. A juzgar por la carta con la que pretendió abrir su diálogo con Trump, López Obrador quiere que el tema del desarrollo regional marque la pauta. Es improbable que así sea. La agenda nativista no pasa por la construcción de naciones sino por la concentración en los intereses propios; se basa en la exclusión, no en la inclusión. No apoya ni rescata al otro: lo usa y lo rechaza. El centro del discurso trumpista, sobre todo rumbo a la elección presidencial del 2020, estará en la seguridad fronteriza, el combate a la migración centroamericana y el fortalecimiento de la maquinaria de deportación que ha hundido a la comunidad mexicana en Estados Unidos en el más abyecto terror. El próximo gobierno no podrá rehuir la confrontación diplomática en ninguno de estos asuntos.

No se trata de querer “pleito con Trump”, como sugirió López Obrador hace unos días después de que un coro de reporteros le preguntara por las últimas declaraciones del presidente de Estados Unidos. Se trata, eso sí, de exigir el respeto que el presidente electo de México prometió en campaña. Respeto en la práctica, no en abstracto. Respeto que no confunda la prudencia con silencio apocado. Respeto que alivie —sí, caray, de manera medible— la angustia de millones de mexicanos en Estados Unidos y decenas de miles de centroamericanos que cruzan el país. Respeto que no siempre pasará, por cierto, por el halago mutuo. Como buen megalómano, a Donald Trump le place la aquiescencia. Es amigo de quien le da la razón. Cuando ocurre lo contrario, se le agota la buena fe. Ni modo: cuando se trata de migración y seguridad, habrá que confrontarlo, dialogando sin miedo y con firmeza. Será un asunto de dignidad, palabra que le es tan familiar al presidente electo de México.

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