“¿Por qué trabajar como editor resulta tan divertido?” se preguntaba Roberto Calasso al evocar a Roger Straus, y “¿por qué alguien se hace editor? Sin duda no por dinero, como demuestra ampliamente la historia de la edición; y sin duda no por el gusto de poder, dado que el eventual poder del editor no puede ser más fugaz y elusivo, con frecuencia incapaz de resistir más allá de una breve temporada. Me temo que nadie piensa en la palabra ‘cultura’, porque, al menos entre personas educadas, la buena educación requiere que no sea nombrada”.

Recuerda que bastaba pasar cinco minutos con Straus “para comprender que si la actividad del editor no es sacudida con frecuencia por una carcajada quiere decir que hay algo que no funciona. Entonces, si nuestra vida de editores no nos ofrece suficientes ocasiones para reír, esto significa sólo que no es suficientemente seria”.

Martín Casillas no ha podido dejar de ser un editor; ha editado revistas, un periódico que contribuyó a fundar, en el que introdujo las computadoras, e inexorablemente libros, y en su trabajo las carcajadas siempre han parecido inevitables.

Con una determinación lúdica semejante a aquella que lo ha incitado a ser editor, Martín Casillas ha escrito sus remembranzas de las errancias que le ha deparado su generosa debilidad por la edición: Fe de erratas, un libro que acaba de publicar la editorial Bon Art. Considera que se trata de un escrito afín, al menos en el título, a uno de los libros que editó: Autobiografía de un fracaso, en el que, no sin ironía, Eduardo Lizalde rememora los derroteros del Poeticismo. Aunque en el recuento de su devenir como editor puede adivinarse cierta aflicción por no haber podido seguir editando libros, Martín Casillas parece no cultivar rencores y su historia se lee con placer, como una de las gratas conversaciones que acostumbra sostener y que no prescinden de la bonhomía y el sentido del humor.

Ciertamente en sus remembranzas hay algo de lamento por no haber podido terminar de convertirse en el editor que se había propuesto, pero en su relato predomina la levedad, uno de los valores literarios que Italo Calvino quería conservar al final de su vida, y una naturaleza lúdica que acaso lo ha incitado a no dejar de querer editar libros y de conjeturar acerca de los devenires posibles que hubiera podido hallar la editorial a la que le había conferido su nombre. Mantiene el humor festivo incluso cuando refiere las circunstancias adversas que se impusieron implacablemente sobre sus deseos: una inflación que no dejaba de crecer y una devaluación consuetudinaria que hacía imposible imaginar cualquier plan monetariamente próspero en un oficio peculiarmente azaroso en tiempos en los que, en México, el gobierno administraba “la riqueza petrolera”.

Puede inferirse que Martín Casillas deplora la desaparición de la editorial que concibió porque añora el placer que le producía editar libros y compartirlo con escritores y lectores. Su memoria también está hecha de esa felicidad que recrea al recordar la historia de algunos de los libros que editó, como el memorable Disertación sobre las telarañas, de Hugo Hiriart, al que fue a visitar un día que estaba enfermo de gripe “o de algo más serio”. Ninguno de sus editores lo había hecho, por lo que Hugo Hiriart le diría que “era como uno de esos editores del siglo XIX”. Entre los libros que se proponía publicar en agosto del primer año en el que ya no existió su editorial, se hallaba Seres con rabo, escuchadme, de Hugo Hiriart. No olvida tampoco el día en que, después de una comida en casa de Edmundo Flores, se fue a casa de Silvia Molina a corregir Todo lo que usted quería saber sobre las tortugas. “Silvia”, escribió en su diario, “de alguna manera, siempre pasa buena onda, es sonriente, positiva y buena colaboradora. Nos instalamos en su biblioteca y empezamos a sonarle... Terminamos a las 2:00 de la madrugada, exhaustos, pero satisfechos y orgullosos de estar corrigiendo autor-editor, su libro. Es una de esas etapas del oficio que tanto disfruto”. Rememora la librería El Ágora, en Insurgentes casi esquina Barranca del Muerto, donde ahora persiste un billar, en la que surgió la idea de crear una distribuidora de libros que Juan Rulfo sugirió que se llamara El gusano de luz: un gusano que habita entre los libros, de la familia de los Lampyridae, coleópteros polifagos que emiten luz, pero, como decía Rulfo, “siempre andan entre libros”.

Inexorablemente se detiene en el libro más peculiar que publicó. El mecanuscrito se lo llevó Augusto Monterroso que le dijo: “Te traigo esto que no sé bien a bien si es una genialidad o una locura”. No ha podido saber si es poesía, cuento o novela; se trata de Marilyn Monroe y yo, de Fernando Sampietro, en cuya presentación confesó: “No sabía si el libro era bueno o una locura, pero por eso lo publicaba”.

Cuando escribió su primera novela, Confesiones de Maclovia, Martín Casillas descubrió que ya no había editores como él.

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