Desde las primeras ediciones de El Llano en Llamas y Pedro Páramo parece haberse urdido una mitología acerca de Juan Rulfo que no ha prescindido de conjeturas inverosímiles, consejas reiteradas, difamaciones, confabulaciones, dudas, suspicacias, ruindades, vilezas y algunos lirismos. Su origen puede hallarse en el asombro y la admiración que no dejan de producir esos libros incluso en lectores no iniciados. La creación de los géneros personales, semejantes a la poesía, que logró Rulfo incita a algunos a indagar en el proceso, las lecturas, los ensayos, las obsesiones e intuiciones que lo condujeron a esa escritura, que es mucho más que mero estilo y retórica, en la cual se reconoce y en la que no dejó de trabajar con un implacable rigor crítico y erudito, lecturas atentas pero placenteras, permanentes exámenes de conciencia literaria, una sagacidad certera y una reescritura con frecuencia infinita.

Para Rulfo, la literatura importaba una experiencia íntima ajena al espectáculo que perpetran ciertos escritores de sí mismos. Se trataba paradójicamente de una experiencia en gran parte solitaria y de un diálogo silencioso. Conocía el valor de la palabra y también el del silencio. Con un sentido del humor inteligente evitó convertirse en un personaje al uso y en el exégeta exhibicionista de sí mismo. No sólo por eso y por sus libros inagotables, hay quien considera que Rulfo resulta un misterio. Me parece extraño que se considere un misterio a un hombre que se dedicó esencialmente a leer, a escalar montañas, a viajar, a escribir, a la fotografía, a editar libros, a oír música.

“La biblioteca de Juan Rulfo es parte de su biografía”, ha escrito Víctor Jiménez, “pero asimismo una de las más difíciles de explorar, aunque su importancia sea enorme, descomunal incluso”. Hubo otra biblioteca, refiere Alberto Vital en Noticias sobre Juan Rulfo, que lo marcó decisivamente: la del sacerdote Ireneo Monroy. “Cuando se fue a la Cristiada”, recordaba Rulfo, “el cura de mi pueblo dejó su biblioteca en la casa porque nosotros vivíamos frente al curato convertido en cuartel y, antes de irse, el cura hizo toda su mudanza. Tenía muchos libros porque él se decía censor eclesiástico y recogía de las casas los libros de la gente que los tenía para ver si podía leerlos. Tenía el index y con ése los prohibía, pero lo que hacía en realidad era quedarse con ellos porque en su biblioteca había muchos más libros profanos que religiosos, los mismos que yo me senté a leer, las novelas de Alejandro Dumas, las de Victor Hugo, Dick Turpin, Buffalo Bill, Sitting Bull. Todo eso lo leí yo a los diez años, me pasaba todo el tiempo leyendo, no podías salir a la calle porque te podía tocar un balazo. Yo oía muchos balazos. Después de algún combate entre los federales y los cristeros había colgados en todos los postes. Eso sí, tanto saqueaban los federales como los cristeros”. Reconocía asimismo que “fue entonces cuando me di cuenta del valor de los libros y de como lo ayudan a uno a escapar de cualquier encierro”.

Algo del rastro de ese lector compulsivo y agudo ha sido revelado en diferentes libros, como Tríptico para Juan Rulfo, coordinado por Víctor Jiménez, Alberto Vital y Jorge Zepeda, o Retales, los fragmentos de textos de escritores varios que eligió Rulfo para la revista El Cuento, que dirigía Edmundo Valadés, editado por Víctor Jiménez, Alberto Vital y Sonia Peña, o los textos sobre José Guadalupe de Anda, Rafael F. Muñoz y Mariano Azuela editados por la Fundación Juan Rulfo y la Universidad Autónoma de Aguascalientes. En ellos puede advertirse la diversidad de sus lecturas, que no prescindían de cronistas como fray Reginaldo de Lizárraga, de poetas como James Weldon Johnson, de Gregor von Rezzori, de Knut Hamsun o de Hesiodo, y en los cuales puede descubrirse a un lector obsesivo que reescribía también textos ajenos y que concebía versiones personales, a partir de distintas traducciones, de escritores que admiraba como Las elegías del Duino de Rainer Maria Rilke.

En Ladridos, astros, agonías. Rilke y Broch en el lector Rulfo, un libro publicado en mayo de este año, Víctor Jiménez vuelve a indagar en ese lector prodigioso. Se detiene en los ejemplares en los que leyó la Melodía del amor y la muerte del Corneta Cristóbal Rilke de Rilke y La muerte de Virgilio de Hermann Broch, no sólo porque el encuentro de un lector con un texto suele empezar con ese objeto precioso que es el libro, sino por las señales que deparó en su lectura levemente a lápiz. Jiménez infiere con conocimiento y cautela que ciertos pasajes pudieron interesar y quizá fascinar a Rulfo y acaso prevalecieron en su imaginación. Comenta el poema en prosa de Rilke que lo conduce a examinar los diversos textos de Rulfo en los que los ladridos resultan más que una circunstancia.

En Pedro Páramo en 1954, Víctor Jiménez recordaba que uno de los títulos tentativos de Pedro Páramo fue Una estrella junto a la luna, la cual aparece cuatro veces en el libro; esa estrella es Xolotl, sostiene, cuya misión consiste en “alumbrar tenuemente a los difuntos”. En Ladridos, astros, agonías, se detiene en la influencia de los astros en el libro de Broch y en el de Rulfo y en las agonías que paradójicamente los animan. Se trata de un libro lúcido que incita a volver a leer a Rilke, a Broch y a Rulfo.

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