De manera por demás carente de sensibilidad y con absoluto desconocimiento de lo que es una red social, al menos de dos meses a la fecha se habla con insistencia de la soledad en que viven quienes tienen cuenta en una o más redes.

Se argumenta que estar al tanto, gracias a la virtualidad, de lo que piensan amigos, personas apreciadas o personajes lejanos pero a quienes se puede seguir y leer lo que publican, en realidad es la manifestación más clara del aislamiento.

Falso.

Es cierto que, pongamos por caso, una comida de trabajo será más cordial si se acuerda responder sólo los mensajes de prioridad alta. Entre amigos ni siquiera hace falta verbalizar tal acuerdo: se entiende de antemano y se cumple. No es preciso apagar el dispositivo móvil. En una reunión así las personas a nuestro lado tienen para nuestra atención la prioridad más alta, pero no por ello los seres queridos ausentes desaparecen o dejan de tener importancia. De hecho, si una persona habitual de la reunión del ejemplo se ve imposibilitada de acudir a la cita, es de lo más común y deseable que de algún modo esté presente gracias a las redes sociales: se intercambian fotos del momento y es usual que para que la ausencia se atomice, al menos durante unos minutos, se recurra a poner el altavoz que lejos de separar, une tanto o más que un mensaje escrito.

Pero no faltan seres llamados a sí mismos “comunicadores” (un término que ya de por sí genera desconfianza), que se lamentan casi hasta rasgarse las vestiduras porque antes —en un pretérito en realidad imaginario y que proviene del cine— las familias se sentaban completas a la mesa y los 10 integrantes escuchaban al patriarca en silencio y luego vertían sus opiniones sobre el tópico del día, por orden, en completa y santa paz. Eso, en realidad, no sucedió nunca. Pero los tales comunicadores insisten en que los “valores familiares” se aprenden en la mesa y con el celular apagado. Cabe cuestionar qué diantres es esa burrada de los “valores”, y también si de verdad con el solo hecho de apagar el celular de los familiares sentados a la mesa, de pronto uno o dos se volverán las mentes más lúcidas del oeste y con un dominio de la retórica que se acerca a la perfección van a iluminar a la concurrencia.

Desde luego que no, porque quien tiene ideas no necesita de un auditorio forzosamente cautivo para transmitirlas. Lamentar ese pasado ideal no es sino vender una idea de pureza y de unión familiar que los famosos comunicadores tienen como única mercancía, una mercancía por cierto inservible, caduca, como corresponde a la que expende cualquier charlatán.

A diferencia de la verticalidad de, en cierto modo, redes sociales como las que se formaban en torno a la radio o la televisión, las actuales tienen la ventaja no sólo de elegir de qué medios informativos y de qué personas deseamos leer mensajes sino que podemos responderlos, interactuar, tomar, pues, lo mejor que hemos descubierto de organizaciones sociales como las de las hormigas, que se comunican entre sí todo el tiempo. Claro, el cuerpo social de que está hecha una ciudad o un país requiere del pensamiento individual, pero en el mundo contemporáneo sí alcanzamos a acercarnos al modelo hormiguil para que la comunicación, sin importar la distancia entre los individuos, se comparta, se discuta, se razone o hasta se descalifique.

El teléfono fijo, tan necesario a lo largo de las décadas, tan útil como fue, intentó ser una red social de dos maneras que no funcionaron: una, la de conversar tres personas a la vez que, salvo el respetable recuerdo del querido lector, sirvió para lo que se le unta al queso; y la otra fue una suerte de videollamada, muy cara en su costo, ciertamente muy limitada en sus prestaciones y que tampoco alcanzó el éxito aunque lo vislumbró a lo lejos.

Y todo eso quedó atrás, sin que ningún comunicador se quejara jamás al aire de que esas maneras de emplear un teléfono fijo “no transmitían los valores familiares”. Le digo, los charlatanes aparecen a cuadro o se escuchan sus voces desde una cabina de audio y se dan golpes de pecho para hacer sentir que ellos no pertenecen al mundo moderno, que no usan el celular más que para llamar a los bomberos, pero si ve sus cuentas (elija al comunicador que guste dentro de los de esa ralea) y verá que se la pasan todo el día mandando y recibiendo mensajes. Esto es puro cuento.

Es verdad que tener una cuenta en cierta red y grupo de personas puede resultar muy incómodo, como los chats de WhatsApp vecinales, escolares o familiares, pero hay formas de escabullirse sin que nadie salga raspado.

Las redes sociales, aun con las indiscreciones recientes de una como Facebook (también hay que tener cuidado de qué se comparte), no aíslan, comunican, alimentan, son un medio de los antes llamados cálidos, y hoy, si el lector me permite llamarlos así, supracálidos, que por fortuna pueden salvar muchas vidas con algo tan sencillo en apariencia como una alerta sísmica.

Ya que no fuimos hormigas, tomar lo más complejo y vital de ellas es de justicia no poética, sino cibernética.

@cesarguemes

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