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Hay a quienes les molesta terriblemente esta vigorosa y creciente ola de mujeres y hombres que, en distintos ámbitos y circunstancias, está reivindicando la vigencia y la importancia del feminismo. Para ellos, el feminismo es un mal – un ejercicio radical e insultante. Esta concepción, velada o no, está presente en debates públicos, se asoma en el anonimato de redes sociales y, si nos descuidamos, aparece también en conversaciones casuales, reuniones familiares, entrevistas “banqueteras” y ocurrencias legislativas. Ahí está. “Es que es feminista”, es una de las formas más comunes –y bobas– de tratar de desacreditar un argumento incómodo.
Las cosas han ido cambiando, desde luego. Lo que como mujer vivió mi abuela en México a principios de siglo pasado; lo que después le tocó a mi mamá, lo que he vivido yo y lo que vivirá mi hija son, afortunadamente, realidades muy distintas. Mejores, sin duda. Pero hay enormes desigualdades que ahí siguen y sorprende mucho que, como país, nos cueste tanto reconocerlas, aceptarlas y cambiarlas. Hay resistencias brutales que parecieran querer fortalecer la idea de que el avance ya ha sido suficiente, que todo tiene un límite o de que la exigencia y el goce de los derechos por parte de las mujeres debiera adaptarse al contexto cultural en que se ejercen. Como si los derechos de las mujeres no fueran derechos humanos. Como si, desde fuera, se pudiera definir a qué derechos accedemos y a cuales no, porque a todos –así todos, lo que se dice todos– es demasiado pedir.
Por si las noticias diarias en el país no fueran suficiente –las cifras de feminicidios, la violencia de género, las desigualdades económicas, el acoso sexual y un largo etcétera– pongamos el debate en perspectiva: De acuerdo con datos del World Economic Forum si dejamos que el statu quo se mantenga, es decir, si los países siguen haciendo exactamente lo que están haciendo hoy, el mundo tardaría cien años en cerrar definitivamente la brecha de género en cuatro áreas fundamentales: salud, educación, política y economía. Esto significa cuatro generaciones de mujeres. La radiografía se agrava, por supuesto, en distintas áreas geográficas y en general es mucho peor si nos enfocamos en áreas como participación y representación política y mercado de trabajo. De acuerdo con la última medición de 2018, México ocupa el lugar 124 de 149 países en participación de la mujer en el ámbito laboral, el 134 en igualdad salarial y el 11 de 149 en ingresos estimados. En general, de continuar el mundo como hasta ahora, la brecha salarial global tardaría 200 años en cerrarse.
Por ello es importante levantar la voz si una legisladora decide subir a tribuna con su bebé; si un compañero legislador la agrede; si otra legisladora propone que las mujeres nos quedemos “en casita” para evitar más feminicidios; si corren de su trabajo a una mujer embarazada; si otra pasa años en la cárcel por un aborto espontáneo; si no nos pagan igual por el mismo trabajo o si no nos parece aceptable que pasen dos siglos antes de que eso suceda. Así que ese “feminismo radical” que muchos acusan es en realidad un feminismo realmente básico. Es la obligación moral de sumar a esa creciente ola de voces – femeninas y masculinas – que se resisten a pensar en que la vida de una mujer debe limitarse simplemente porque sí, porque es mujer. Es también la conciencia del derecho que tenemos todos los seres humanos a definir libremente la manera en que cada una de nosotras quiere plantarse en el mundo y la obligación del Estado de garantizar que efectivamente lo podamos hacer. ¿Por qué conformarnos con menos? ¿Por qué les molesta tanto?
Twitter: @anafvega