De vez en vez, entro a la página de encuentro en la que conocí a mi extorsionador y aparece conectado, ofreciendo sus encantos, como cualquier otro usuario.

A mí me han recomendado hacer ajustes en mis redes: cada vez es más lo que filtro, cada vez es menos lo que comparto. En esa página en particular, he restringido mi galería de imágenes para que pueda ser vista sólo por aquellos a quienes he aceptado como mis contactos, aunque, confieso, que ha habido momentos en que, al ver que este individuo está en línea, desactivo mi perfil entero y salgo corriendo.

He hablado ya con los administradores del sitio, pero no hay mucho que hacer, ya que el chantaje y la extorsión han tenido lugar en otras aplicaciones y redes sociales, como iMessage y Skype. Ya ven que cuando uno hace clic con alguien en una de estas páginas, lo primero que hacemos es movernos a otro tipo de chat.

Desde mi primer episodio de ciberacoso, se me ocurrió y, sobre todo, se me aconsejó cerrar temporal o definitivamente todos mis perfiles y cuentas. Lo hice algunas veces durante algunas horas: la última ocasión fue en enero pasado y fue una salida desesperada, pues, por más filtros que activaba en Facebook, la persona que me hostigaba a través de perfiles apócrifos encontraba la manera de postear sus amenazas, acompañadas de una imagen íntima mía.

Quizá el mejor consejo que me han dado en toda la vida ha sido el de no seguir consejos. Si no el mejor, algo en lo que creo muchos podemos reflexionar, especialmente cuando, lo pidamos o no, tiro por viaje nos llegan recomendaciones tan repetidas o tan contrarias entre sí. Bien intencionadas o no, el caso es que, cuando nos encontramos en situaciones de por sí complicadas, pueden confundirnos mucho más. Y también ocurre que estos “consejos” llevan incluida una suerte de leyenda moral. Es extraño: por una parte, quienes nos aconsejan no quieren que nada grave nos ocurra de nuevo; por la otra, nos achacan lo que nos sucedió.

No exagero: muchos de los consejos que recibí de amigos y familiares son muy similares a las justificaciones y los alardes hechos por mi actual acosador. Ellos me dijeron que nadie me obligó a fotografiarme desnuda; él me advirtió que nadie me había puesto una pistola en la sien. Ellos me dijeron que sería en vano perseguir a un ofensor que vive quién sabe dónde; él, de algún modo, me advirtió de los límites de las jurisdicciones. Ellos me preguntaron: “¿Acaso querías que todo mundo te viera desnuda?”; él aseguró: “Ahora todo mundo te verá desnuda”. Ellos me dijeron: “Ya no tienes 15 años”; él ironizó: “Te creí más lista”. Ellos me dijeron que no debí meterme con la persona equivocada; él me salió con que había provocado al pitbull. . .

No estoy equiparando personas ni personalidades, lo que sí veo es una serie de referentes y valores compartidos y/o complementarios: miedo/amenaza, resignación/impunidad, honor/avergonzamiento, etcétera. Nuestro miedo facilita que seamos amenazados. Nuestra resignación y el que nos crucemos de brazos le permite al otro seguir impune, hace que todo permanezca idéntico. Nuestros códigos de honor y decoro nos vuelven vulnerables a ser avergonzados.

Como muchísimas mujeres de esta ciudad y de este país, a lo largo de mi vida he atravesado por situaciones de acoso y de abuso y, por los factores anteriormente mencionados. Es decir: por miedo, por vergüenza, por el qué dirán, he sido orillada u obligada a guardar silencio o yo misma he optado por permanecer callada: algo que aprendí demasiado bien.

En psicología, insight significa tomar conciencia en forma súbita de una realidad interior que hasta entonces había permanecido inconsciente. Bueno, pues digamos que, al ver a mi extorsionador conectado de lo más campante en el sitio en que lo conocí, hizo que me diera cuenta de cuán disparatada e injusta era esa situación: yo, presa del miedo; él, exhibiéndose con total descaro. ¿Por qué de pronto la imagen de un cuerpo desnudo resultaba más censurable que el comportamiento depredador e intimidatorio de alguien a quien los demás prefieren no señalar?

Lo más preocupante es que así sucede en ambos mundos: el cibernético y el de a de veras. Palabras más, palabras menos, no sólo por enviar una foto sino simplemente por tomármela para mí misma y guardarla, ha habido gente que me ha dicho que yo sola me he deshonrado y que no puedo menos que esperar que los demás hagan lo mismo. Así como lo leen y les aseguro que no soy la única que ha recibido este tipo de reacciones. Expresadas quizá con mejor sintaxis, quizá mayor vocabulario, pero no le piden nada a los comentarios virulentos, muchas veces misóginos y cargados de estereotipos, que nos toca leer en las redes: ¿Por qué te tomas fotos desnuda? Estarás muy buena. Eso es de narcisistas. Ya no estás en edad. Qué ejemplo le das a tus hijos. Igual por algo te pasó esto: necesitabas un freno. ¿Cómo es que le mandas desnudos a extraños. . . y no me los mandas a mí? Hay de todo en la viña del señor.

Algo de lo que más me sorprende es que haya quienes se resistan a que el sexting es una realidad y que piensen que es una cosa sólo de jóvenes. Ay, a las amigas de mis amigas y a mis primas de la alta sociedad, que tanto retuercen la boca y dicen que ya no estamos para esto, me gustaría, algún día, mostrarles las fotos, con cara y sin cara, de torsos y cuerpos enteros desnudos frente al espejo, de boxers con erección o punta asomada incluida, cualquier cantidad de penes de todas las formas, colores y tamaños. . . Ahora procuro borrarlas apenas las recibo, con algunas honrosas excepciones, pero llegó un momento en que, casi casi, recibía una tras otra y, de verdad, ya no distinguía y daba lo mismo cuál era de quién. . . con ganas de pedirle a los dueños de los penes que, por favor, pasaran a identificar el suyo y se lo llevaran o lo borráramos juntos.

Por fortuna, además de las voces de quienes, al “aconsejarme” de paso me dan reglazos en los dedos y me embarran un poco de sus propias moralinas, me he encontrado con numerosas muestras de solidaridad y de comprensión, muchas de éstas provenientes de ustedes, queridos lectores, de amigos que siempre han sido amigos, de personas con las que, estos desafortunados gajes del oficio, nos han unido y, algo que me sorprendió fue la reacción de dos colegas, ahora también amigas, extranjeras: una australiana a quien le expliqué lo que me había sucedido y, al decirle que igual yo había sido un tanto ingenua, ella me interrumpió: “Momento, las fotos son tuyas, no de él, y no tiene derecho a usarlas ni a amenazarte o extorsionarte”. En ningún momento me dijo: bueno, tú también, ni la letanía que aquí luego luego me recetan.

La segunda, una escritora y activista sudafricana que hace algún tiempo pasó por un episodio semejante y quien, al enterarse de mi caso, me escribió: “No olvides esto: eres valiosa tal y como eres y también lo es tu cuerpo: dejemos de permitir que estos sujetos nos quieran hacer sentir vergüenza de quienes somos”.

Ya dije que uno de los mejores consejos de mi vida fue el de no seguir consejos. El caso es que en este asunto que tanto me perturba, frustra y desgasta, es decir, el más reciente episodio de mi acosador en turno, más que consejos lo que estoy pidiendo y requiriendo es asesoría y orientación. Y quiero decirles que en el camino me he encontrado con una serie de posibilidades y de instancias (en distintos niveles, dentro y fuera de nuestras fronteras) que nunca habría imaginado.

Será un proceso largo, meticuloso y cansado. Además de caro y, con toda seguridad, sensible, pues la denuncia y la acusación van acompañadas de pruebas donde uno exhibe y es exhibido a la vez.

No le hace.

Es nuestra vergüenza contra su descaro.

Nuestra culpa contra su falta de castigo.

Nuestro silencio contra sus alardeos.

Sus amenazas contra nuestra libertad.

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