El celular volvió a sonar y ella lo observó vibrar sobre la mesa. Era la quinta llamada desde que decidió ignorarlo. El aparato se detuvo y volvió a encenderse; lo tomó y sacó la batería.
— ¿Por qué no me deja en paz?
Meses atrás ella iba en un auto con su profesor, tras una invitación para cenar al sur de la ciudad en un restaurante caro y bonito. Él pidió la mesa y ambos se sentaron frente a platos repletos de comida tailandesa. Después, rompieron el hielo, hubo risas, comentarios de academia y demás. Todo normal, todo tranquilo.
— Tienes que ser mi asistente, tienes mucho talento.
La chica repasó esa escena meses después como el momento clave de la espina. Las risas terminaron, se oyó el sonido de los cuchillos y el hablar indistinguible de la gente. Así apareció el primer piropo del profesor, ella sorprendida y él sonriente. Y luego el movimiento lento para tocarle los muslos por encima de la falda, ¿un accidente?
Lo apartó con la mano. Tartamudeó. Él insistió, dos, tres veces más.
— Tú eres especial, me gustas mucho, tienes mucho talento.
Ella sintió que la noche se estiró hasta casi romperse. Se subió al carro, y mientras el profesor conducía a Tasqueña, la joven apretó las manos y pensó en que a lo mejor se lo había buscado. Esa incomodidad que sentía era más un nerviosismo, ¿no? Una reacción tonta a algo que podía ser un honor: “Un maestro universitario, condecorado, erudito, se fijó en mí”. Entonces lo miró a ratos, a él y a su cuerpo cuarentón, grande y robusto. Y luego a su propio cuerpo, delgado: frágil.
El carro entró a un motel de paredes naranjas y palmeras enanas. Bajaron. Él se acercó a la ventanilla y soltó un billete de 500. Ella se quedó parada, pensando en el sonido de los coches de la calle, ¿era incomodidad? No sabía.
Subieron a la habitación.
La puerta cerró y la chica se sentó en la cama. Un protocolo diferente a otros tipos de erotismo: algo mecánico. El profesor se quitó el saco, la camisa, fue al baño y regresó. Luego, ya estando los dos sentados, se acercó a ella: un primer beso en el cuello. La joven titubeó y puso el cuerpo rígido.
   No, no, no… 
— Qué linda eres, linda linda.
El hombre siguió succionando pequeños espacios de piel que quedaban rojos, que dolían. Agarró los pliegues de tela y la desnudó. Allí estaba, sin ropa y abrazándose para no mostrar sus senos. Él intentó inclinarla para que se recostara, pero se mantuvo quieta, muda. Él insistió, ella lo apartó. El hombre le pasó las manos por el cuerpo, la joven se levantó y le dio la espalda. El profesor entendió que nada iba a pasar, se metió al baño enojado y se duchó. Cuando salió, ella estaba vestida y lista para irse.
La dejó cerca del metro y se despidió.
— Me avisas cuando llegues.
¿Se lo había buscado? Fue la pregunta que ocupó la mente de la chica las siguientes semanas. Según INEGI, el 32℅ de las mujeres mayores de 15 años han recibido algún tipo de violencia sexual (2015). Y entre estas violencias, la manipulación es una de las más comunes.
La siguiente vez que se vieron algo había ocurrido en el interior de la chica. Iban a la oficina y ella se quedaba quieta al recibir un beso de esos labios gruesos y agresivos. “Te amo, lo sabes, ¿verdad?”, le dijo el profesor con el paso del tiempo, cuando pequeños besos se convirtieron en una mano entrando a una falda sin permiso o mordidas pequeñas sobre un cuello perfumado. La joven llegaba a casa y veía un mensaje: “Te amo preciosa”. Pensaba varios minutos en responder o no, hasta que entraba una llamada y el reclamo:
   —¿Por qué no contestas? 
Ella lo negaba: no hay ningún otro, sólo tú, le decía. El hombre le colgaba y al siguiente día la llevaba a su oficina, “¿crees que soy tu pendejo?”. La chica se agachaba y él se acercaba, la abrazaba y metía la mano en el escote. Al final, un beso. De cada 100 mujeres mayores de 15 años en México, 47 han sufrido una relación de pareja violenta.
La chica pensó en cómo terminar la situación. Faltar un día, no regresar más. Era como caer en el agua mientras el cuerpo se hace denso y pesado: mientras se hunde. Y se hundió más cuando la cena se repitió. La llevó a un restaurante, hablaron poco, no la tocó demasiado, terminaron rápido y subieron al auto. Y en el hotel ella sintió como él entraba en su cuerpo por primera vez. No era dolor, sino un pesar que le ablandaba la piel. Un placer insípido, muerto.
— Qué linda eres, linda linda.
Llegó la graduación y la titulación. El profesor prometió una boda, un ascenso, pero nunca su libertad. Y la joven sólo se libró con la sucesión de generaciones académicas que trajeron a otra chica que tomó su lugar, una veinteañera con el mismo perfil: bajos recursos, mala relación con el padre, de Provincia.
— Somos tus juguetes, ¿verdad?
El académico llegó un día y soltó un: “¿Qué haces aquí?”. Dijo que las cosas ya no estaban funcionando y que era mejor romper. Fuera del puesto de trabajo, fuera de su vida de profesor emérito.
Ella aceptó. Así apareció la liberación condicionada por años de arrastrar una vergüenza que drenó poco a poco su felicidad.
Por eso al oír la llamada de celular, un año después, la chica decidió frenar cualquier posibilidad de volver a caer. Aunque él volvió a marcar, una y otra vez.
Y ella recordó la excitada voz del profesor que le decía en la oscuridad:
—Qué linda eres, linda linda.

Miguel Ángel Teposteco Rodríguez

Colaborador de Confabulario y ContratiempoMX

@Ciudadelblues

Ilustrador: Mauricio Delgado. 
facebook:
@wuishotoons

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