Si el otro es un don, si siempre lo es, lo cierto es que no en todo momento lo percibimos como tal. Los desórdenes personales y sociales nos impulsan a verlo a veces como adversario, como amenaza, como contrincante, como inferior, como estorbo, como obstáculo; en ocasiones, como instrumento útil, del que puedo obtener algún beneficio, o que me puede gratificar con alguna satisfacción.

En su Mensaje de Cuaresma, el Papa Francisco nos plantea la Palabra de Dios también como un don, que nos explicita el don del prójimo y nos mueve a reconocerlo y a actuar en favor suyo. La Palabra nos dice que el otro es un don, y en esto se evidencia que ella misma lo es también. En la parábola del rico egoísta, este, ya en el tormento, suplica que el también difunto Lázaro vaya a presentarse ante sus hermanos para advertirles sobre el peligro que corren al ignorar a los necesitados. Abraham le responde que para eso tienen la Ley y los Profetas, es decir, la Palabra de Dios. Si no se abren a ella, nada les hará cambiar, aunque se les aparezca un muerto. Así, se pone de manifiesto que “la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano” (Mensaje de Cuaresma, n.3).

En realidad, lo mismo se puede señalar a la inversa. La apertura al prójimo despierta una actitud humana que favorece el abrirse a la Palabra de Dios. El encerramiento sistemático, cualquier modelo narcisista de desarrollar la propia humanidad, reproduce la incapacidad de tender puentes y asfixia a la persona en la estrechez de sus propios rincones.

Más aún, el doble ejercicio cuaresmal de abrirse a Dios y abrirse al prójimo pone en guardia contra espejismos de apertura. Ambas aperturas son necesarias para el ser humano, y se implican mutuamente. Quien aparentemente se abre a Dios, pero ignora a su prójimo, muy probablemente no se está abriendo al Dios verdadero, sino a un ídolo construido a la altura de su propio egoísmo, pues el mismo Jesús indicó al necesitado como signo de su propia presencia. Y quien aparentemente se abre al prójimo, pero ignora a Dios, tampoco está percibiendo el carácter trascendente de la humanidad compartida, y por lo tanto está renunciando a la densidad de la misma condición humana.

En su devastadora insolencia, el egoísmo erige al propio yo en dios. Así lo reconoce el mismo Papa. “Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación. Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero” (n.2). Como miembro del pueblo elegido, su cerrazón a la Palabra era doblemente dramática, haciendo de su existencia una contradicción. “En su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios” (n.3).

La Palabra de Dios ciertamente es un don. Y nos permite valorar el hablar mismo del hombre como un don. La palabra humana puede ser, si se asume en su vocación originaria, el puente tendido entre las personas. Hablar y escuchar para establecer comunión. En medio de tanta palabrería, el don de la palabra refulge como principio de encuentro. Que me permite, en sentido recíproco, entregarme al otro como don.

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