El pasado 22 de octubre, memoria litúrgica de san Juan Pablo II, falleció monseñor José Luis Guerrero Rosado. Incansable estudioso del acontecimiento guadalupano, no sólo formuló en su Flor y canto del nacimiento de México las claves sobre las que se ha leído en tiempos recientes, desde el análisis cultural, el lugar de Guadalupe en los orígenes de nuestra nación, sino que influyó decisivamente en toda una generación de guadalupanistas. Determinante, sin duda, fue su aporte tanto para la beatificación como para la canonización de Juan Diego.

Mi primer encuentro con él tuvo lugar a inicios de mi formación sacerdotal, hace casi treinta años, en el espacio que durante el Curso Introductorio se abría para un primer acercamiento a Guadalupe. Su apasionado y abigarrado discurso resultaba fascinante. El argumento central era siempre que México era una nación imposible. El choque de las culturas sólo debió generar destrucción y muerte. El mestizaje fue posible únicamente gracias a la intervención milagrosa de la Señora del Cielo, en lo que siempre describió como un “ejemplo de evangelización perfectamente inculturada”.

Siendo seminarista, mi generación tuvo el privilegio de seguir los pasos que se iban dando hacia la beatificación de Juan Diego. En un curso –casi ensayo– de filosofía del derecho, nos abrió perspectivas etnológicas que procuraban reconstruir los orígenes del derecho en la configuración de la naturaleza humana. Nunca olvidaremos las curiosas referencias al “cachorro humano”.

Ya ordenado sacerdote, y mientras realizaba mis estudios de especialización en Roma, tuvo lugar el trabajo colosal que él mismo, Fidel González y Eduardo Chávez llevaron a cabo para que la postulación de la causa de canonización de Juan Diego llegara a buen puerto. La investigación desde entonces se ha desarrollado notablemente, gracias en buena parte al esfuerzo que ellos tres realizaron.

Pero José Luis era un manojo de sorpresas. Siendo canonista, igual se había ocupado de estudiar fenómenos paranormales, de traducir del náhuatl en nueva edición el Nican mopohua y de preparar comida oriental. Su extraordinaria cultura le permitía con soltura integrar elementos de lo más diverso, con un sabroso aprecio de todo lo humano y un sentido peculiar de sorpresa ante las novedades. En el fondo, sin embargo, no había nada juguetón en su empeño. Cada asunto era asumido con toda gravedad y atención.

Hombre de Iglesia –forjado también en ello por el guadalupanismo–, tenía un hondo sentido de su diócesis, de su obispo y de la Iglesia universal. Zumárraga era, para él, referente indispensable de su propia espiritualidad, ante el que siempre se ubicó como colaborador infatigable y fidelísimo.

Entre las cruces que debió cargar hacia el final de su vida, estuvo la dificultad de la visión y, en algún momento, la pérdida de capacidad de lectura, que le entorpecía la celebración litúrgica. Todo ello lo sobrellevó con un sentido de fe que no puede sino considerarse heroica.

Quienes tuvimos la gracia de caminar cerca de él en algún momento de nuestra vida, no podemos sino sentirnos agradecidos por las infinitas bendiciones que recibimos por su medio. Luces intelectuales, pasión en el estilo, sencillez y cortesía en el trato, humildad curiosa en la búsqueda, franqueza en la corrección, tenacidad en el compromiso y visión congruente en la formulación, su testimonio resultó siempre estimulante y agradable.

Siempre se sintió servidor. Siervo inútil, dice el Evangelio, para señalar a los trabajadores en la viña del Señor. Dicho en sus palabras, pocas veces se escuchará la expresión con tanta autenticidad. Y, sin embargo, no podemos ignorar que precisamente a través de sus siervos inútiles el Señor sabe realizar las mejores de sus obras. Descansa en paz, José Luis..

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