¿Cómo describía Paulo VI el tiempo en el que se llevó a cabo el Concilio Vaticano II? “Un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo en el que el olvido de Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el progreso científico; un tiempo en el que el acto fundamental de la personalidad humana, más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse a favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo en el que el laicismo aparece como la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta filosofía de la ordenación temporal de la sociedad; un tiempo, además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de desolación; un tiempo, finalmente, que registra aún en las grandes religiones étnicas del mundo perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas” (Alocución del 7 de diciembre de 1965).

De cara a ello, el mismo pontífice aventuraba su apreciación del evento eclesial: “La concepción teocéntrica y teológica del hombre y del universo, como desafiando la acusación de anacronismo y de extrañeza, se ha erguido con este Concilio en medio de la humanidad con pretensiones que el juicio del mundo calificará primeramente como insensatas, pero luego, así lo esperamos, tratará de reconocerlas como verdaderamente humanas, como prudentes, como saludables, a saber: que Dios sí existe, que es real, que es viviente, que es personal, que es providente, que es infinitamente bueno, más aún, no sólo bueno en sí sino inmensamente bueno para nosotros, nuestro creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, de tal modo que el esfuerzo de clavar en Él la mirada y el corazón, que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana” (ibid.).

Aquel memorable discurso, sin triunfalismos, reflejaba optimismo respecto a los trabajos realizados por el Concilio. El Papa Francisco, al iniciar el Año de la Misericordia en el quincuagésimo aniversario de su clausura, ha hecho referencia a aquella misma intervención de su predecesor, reconociendo en el Concilio “un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de las aguas poco profundas que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para reemprender con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo…; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio y llevar la misericordia y el perdón de Dios” (Homilía del 8 de diciembre de 2015).

Recuerda para ello que la espiritualidad del Concilio quiso estar marcada por la historia del buen samaritano. Un espíritu, ciertamente, que no debe considerarse al margen de los documentos emitidos, que tienen vigor magisterial y el mismo Papa Francisco reconoce cargados de una singular riqueza, sino que explica la intención con la que fueron escritos y la clave desde la que deben ser leídos: en última instancia, como un servicio al Evangelio, para que pueda ser mejor comprendido y vivido con mayor intensidad también por los hombres de nuestro tiempo.

El desafío del tiempo, de hecho, sólo se ha visto acentuado en estas cinco décadas. La Iglesia no puede olvidar que todo su valor depende de la fidelidad con que en la continuidad de la tradición sepa entregar al mundo la realidad de la que es depositaria, justamente como servidora del ser humano.

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