Por Pedro Tzontémoc *

Solo y sin contacto alguno, mi abuelo llega a México en 1929 para enfrentar una nueva realidad. Sabía hacer pan, con eso y con la entereza del inmigrante le bastó para consolidar una familia y definir su destino. Otros de sus hermanos y sobrinos harían lo mismo y la familia se extendería por México, Uruguay, Venezuela, Argentina, Estados Unidos...

Inmediatamente después de finalizar la segunda guerra mundial, mi abuelo regresa con su familia mexicana a España, con el objeto de retomar su origen, pero algo en su identidad propia había sido trastocado. Fue recibido como “el americano” por su propia gente, en su propia tierra y luego de intentar el arraigo regresa a México donde moriría pocos años después sin dejar de ser “el gachupín”. En el barco, de vuelta a México, le aconsejó a su hijo de siete años, quien ya ceceaba por el tiempo vivido en España, que a partir de ese momento debía hablar como mexicano y asumirse como tal, confiriéndole suma importancia al asunto de la identidad personal. Mi padre escucharía el consejo y él me educaría a mí mismo en ese sentido.

Sin embargo en el hogar de mi padre se mantendría la morriña, como los gallegos llaman a la nostalgia. Así pues, siendo yo mexicano de origen, de contexto, de educación, mi formación también estuvo marcada por los referentes de mis raíces españolas. Mi abuelo paterno murió muchos años antes de mi nacimiento, pero su presencia fue muy importante: las anécdotas de familia, la guerra civil, los recuerdos de Galicia solían acompañar las reuniones familiares y sobre todo la leyenda del Castelo, su casa natal, que creó un mito en mi imaginería personal, una referencia en el laberinto de mi memoria... Se fue gestando así mi necesidad imperativa de viajar, de ver, del eterno retorno a otra parte.

Pero mi identidad, mi memoria vivencial, la de la realidad inmediata, se iría construyendo a partir de otro eje: San Lorenzo Acopilco, un poblado montañoso al poniente de la Ciudad de México, por donde pasa el río en el que fuera lanzado el corazón de Copil, el mismo que fue arrastrado por las corrientes hasta el montículo sobre el cual un águila devoraría una serpiente, definiendo así el sitio exacto en que los aztecas fundarían Tenochtitlan. Ahí también fui receptor de leyendas y tradiciones locales y con el paso de los años se irían extendiendo los referentes que me definen como mexicano.

Ese es el contexto en que se iría formando mi propia identidad; entre el allá mítico y el aquí tangible, dos ejes complementarios que se fusionan en el laberinto de mi memoria. EI primero alimentaría mi necesidad de movimiento, el segundo fijaría un punto de referencia para el resto de mi vida.


* Pedro Tzontémoc nace en la Ciudad de México en 1964. 

De formación fundamentalmente autodidacta. Inicia sus estudios de fotografía 1981, considerando de mayor importancia los realizados a manera de pláticas con la maestra Kati Horna.

Ha publicado diez libros y ha realizado diecinueve exposiciones individuales. Ha participado en más de cincuenta exposiciones colectivas en México y el extranjero.

Actualmente coordina la colección luz portátil – Artes de México de libros de fotografía.

www.pedrotzontemoc.com

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