La reforma constitucional de seguridad y justicia penal de 2008 fue una respuesta esperanzadora a los múltiples casos delictivos que lastimaron de manera profunda a la sociedad, la ineficacia del sistema de justicia penal y una crisis institucional propiciada por una inseguridad sin precedentes en la historia del país. El temor e irritación propiciaron una reacción ciudadana que exigió al gobierno y a los legisladores a cambiar el Sistema de Justicia Penal.

Desde sus orígenes no existió una política pública para hacerla viable, de 2008 a 2012 los avances fueron lentos. Existía un sentimiento de que difícilmente se podría cumplir y había voces que proponían regresar al esquema anterior.

En 2011 el ministro José Ramón Cossío escribió el artículo ¿La tormenta (judicial) perfecta?, en él expresaba que si no se entendía la dimensión de la reforma se cometerían errores de diseño y puesta en práctica, que podrían ocasionar el “desquiciamiento del sistema”.

A partir de 2013, el gobierno federal apoyó la reforma, era parte de su programa de gobierno, pero a contratiempo. Se aprobaron las leyes y se dio un impulso político que en mucho ayudó a una reactivación nacional. Con recursos financieros limitados, se logró hacer correr a velocidad vertiginosa a las instituciones de seguridad, procuración e impartición de justicia, acelerando los procesos de capacitación, normatividad y construcción de nueva infraestructura. Para ejemplificar la dimensión del cambio, por lo menos se capacitaron a más de 500 mil personas, entre funcionarios, abogados privados y universitarios. El resultado fue poner en marcha un nuevo sistema de manera asimétrica, que oscilaba entre una operación funcional en algunos estados y en otros, desempeño con carencias preocupantes. Los resultados generales no son halagadores, los errores procesales, la falta de equipo para la investigación científica, la insuficiente capacitación y la carencia en el cambio cultural en los operadores, están propiciando ineficacia institucional.

Después de la puesta en marcha del nuevo sistema penal en junio pasado, el tema se desplazó de la agenda de gobierno, la percepción reflejada, es que al cumplir la meta de la implementación, el sistema funcionaría solo. Eso constituye un grave error, al terminar la implementación es cuando más cuidado se debió tener y supervisar que se está operando de manera correcta. En caso de fallas, de inmediato se tienen que hacer ajustes, para evitar en un escenario pesimista, que la inversión realizada se disipe. Además, se ha diluido la responsabilidad de su debida operación. Se dejó de lado la visión de “sistema” que incluye el trabajo conjunto de todas las áreas responsables. El sistema penal es como una maquinaria de reloj mecánico, requiere que todos los engranes funcionen bien.

Posiblemente decir que el sistema de justicia penal está en una etapa de olvido u orfandad es una afirmación temerosa, pero de esta magnitud es el riesgo; ya existen múltiples casos que después de una detención en flagrancia quedan libres por errores procesales. La sociedad no ve los cambios, el agravio se mantiene, el temor de sufrir un delito es cada día mayor y la herida de la impunidad es más honda. ¿Será necesario que otra vez la sociedad presione a las instituciones para que concluyan la obra de la justicia penal?, o tal vez podríamos considerar los presagios del ministro Cossío, vivir una crisis de Estado en materia de justicia. Hablamos de impunidad, falta de paz social y no cumplimiento de los principios de la justicia penal: evitar que el ciudadano sea agraviado en su vida, integridad, libertad o patrimonio. De este tamaño es la obligación y depende de la autoridad si quieren corregir el rumbo, o correr el riesgo de naufragar.

*Investigador invitado del Observatorio Nacional Ciudadano

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