Un post en Facebook esta semana decía algo más o menos así: “Si un ataque es cometido por un africano, dicen que la causa fue violencia étnica; si es cometido por un musulmán, dicen que es por su religión; y si el atacante es blanco anglosajón protestante, entonces dicen que la causa es retraso mental”. De hecho, hubo incluso editoriales que critican a autoridades y medios por llamar únicamente “terrorismo” a ataques cometidos por jihadistas, como el de Manhattan hace unos días, y no usar ese lenguaje cuando se trata de un tiroteo como el de Texas. El error de esas afirmaciones, sin embargo, radica en asumir que el terrorismo es, de manera automática, una violencia “peor” que otras clases de violencias, cuando en realidad, solo se trata de violencias distintas. Se puede cometer un acto terrorista con un cuchillo sin causar decesos, o se puede perpetrar una masacre que ocasione centenares de víctimas cuya naturaleza no es terrorista. La diferencia entre ambos actos violentos no está determinada por el tipo de instrumentos utilizados, por el número de lamentables muertes o daños materiales causados; tampoco por la etnia, religión, nacionalidad, o preferencia política del atacante. La diferencia está en los móviles, en los fines y en los blancos reales del ataque. En todo caso, si de cualquier forma hay víctimas que pierden la vida, ¿por qué es importante saber cómo categorizar un crimen como el de Texas o el de Manhattan?

Lo primero es intentar despolitizar el término, tarea que no es simple. La palabra “terrorismo” es a menudo empleada para designar “enemigos”, para servir a determinadas agendas, o para justificar acciones políticas o incluso intervenciones militares. De igual manera, la misma palabra se usa a veces para acusar a gobiernos o potencias. Así, las discusiones interminables terminan en clichés como: “el terrorista para unos es el luchador por la libertad para otros”. No obstante, sin minimizar la razón que puedan tener algunos de esos argumentos, lo que hay que entender es que, desde la perspectiva del diagnóstico académico, cuando un término deja de definir categorías específicas y diferenciarlas de otras, entonces ese término pierde su utilidad. Y, la verdad es que yo no tendría problema alguno en descartar el uso de una palabra como “terrorismo”, salvo que se incurre en el riesgo de pensar entonces que esa manifestación concreta de violencia no existe, siendo que sí existe, que su uso se encuentra en crecimiento y que es indispensable profundizar en su estudio para reducir su frecuencia.

Segundo, el terrorismo no es violencia que causa terror, sino violencia cometida de manera premeditada en civiles o no combatientes PARA causar terror en terceros a quienes se busca transmitir un mensaje, normalmente político. En el terrorismo, las lamentables víctimas del ataque no son el blanco final, sino un instrumento para provocar un estado de miedo colectivo, shock o conmoción, en una sociedad o en ciertos sectores de ella, a fin de canalizar, a través de ese terror, cierto mensaje o reivindicación política, ideológica o religiosa, alterar las actitudes, opiniones o conductas de esos terceros, y/o ejercer presión sobre tomadores de decisiones o actores varios. Para lograr su objetivo, el terrorista necesita a los medios de comunicación, y, hoy en día, a las redes sociales, pues es a través de ellos que su mensaje llega de manera instantánea a sitios y millones de personas que se encuentran alejados de donde el ataque es cometido.

De tal manera, la herramienta para cometer el atentado puede ser un explosivo, un arma corta o larga, o incluso, como lo hemos visto, un cuchillo o un vehículo. El punto central es que no se arrolla o asesina gente con el único objeto de asesinar, sino con el objeto de provocar terror en los cientos de miles de personas que tienen un contacto indirecto con ese acto (vía medios o redes) y así, convertirlos a ellos en individuos que se sienten víctimas potenciales de ataques similares, puesto que entonces, el mensaje llega lejos y cala hondo.

Las condiciones individuales del atacante pueden variar enormemente. Hay terroristas que presentan rasgos de enfermedad mental, como el de Orlando en 2016; hay otros que no los presentan, como los atacantes de París del 2015. Hay terroristas de Medio Oriente o africanos, pero también los hay blancos y sajones, como Timothy McVeigh el autor del ataque de Oklahoma en 1996, o como Breivik, el atacante de Oslo en 2011. Hay terroristas de derecha y los hay de izquierda. Hay terroristas ecologistas, anarquistas, antisistema o religiosos ortodoxos musulmanes, judíos, cristianos o hindúes.

Lo que distingue el ataque de Manhattan del de Texas, entonces, no está en la raza, religión, estatus migratorio o nacionalidad del uzbeko Saipov o del estadounidense Devin Kelley. Lo que los distingue es que mientras que Saipov lleva a cabo su atentado a nombre de, o inspirado por, una organización cuyos centros operativos se encuentran a miles de kilómetros de distancia, con el fin de causar miedo en terceros de todo el planeta y sumar su acto a una narrativa que proyecta a ISIS como un grupo omnipotente y omnipresente; Kelly, hasta donde se sabe, actúa a partir de motivaciones que son producto de su historial personal, pero que no tienen relación con alguna ideología, meta política o mensaje que comunicar a terceros actores. Si, en cambio, un acto idéntico, efectuado por el mismo atacante, estuviese acompañado de mensajes en sus redes sociales, o de algún video en You Tube o alguna clase de declaración, con cierta reivindicación política o ideológica, entones el acto tendría que estudiarse y tratarse como terrorista, independientemente de que sea terrorismo doméstico o internacional.

¿Por qué importa conocer esas diferencias? Por muchas causas. Si bien distintas clases de violencias pueden compartir algunos motores, una categoría específica como el terrorismo necesita considerar adicionalmente otro tipo de motivaciones, conexiones psicológicas, simbólicas y políticas, instrumentos para producir y para comunicar el terror, los efectos en las sociedades afectadas, las consecuencias políticas del acto, y los incentivos generados para cometer atentados similares, entre muchos otros factores. Por ejemplo, restringir la venta de armas quizás podría ayudar a reducir el número de eventos como el de Texas, pero no impide que atentados como los recientes en Manhattan, Barcelona o Londres, tengan lugar. Eso no significa que el ataque de Manhattan deba ser considerado algo “peor” que el de Texas. Pero tampoco significa que el ataque de Texas deba ser denominado “terrorismo” con el objeto de “equilibrar” el uso discursivo de ese término. Son violencias diferentes y ambas deben ser atendidas.

Twitter: @maurimm

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