“No les será fácil entenderlo” —me dijo mi amigo, colaborador cercano del futuro presidente—: Andrés Manuel no viene a negociar ni a gestionar sino a tirar las bardas. Mientras tenga el respaldo suficiente, enfrentará a todos los que hicieron del gobierno un negocio de élites y después, aunque se quede solo, seguirá tirando bardas”.

Ahora que se cumplen 100 días de su gobierno, confirmo que mi amigo tenía razón: no es fácil pasar juicio a los primeros meses del sexenio desde los miradores habituales, porque la lógica que anima al jefe del Ejecutivo es otra. La epopeya que se ha impuesto se origina en un diagnóstico implacable: las élites conservadoras se adueñaron del país y para salvarlo, no sólo es preciso arrebatárselos sino anularlas. Su misión es someterlas y modificar hasta donde le sea posible la correlación de fuerzas entre los de arriba y los de abajo. Entre todos los de arriba y todos los de abajo.

Nadie sabe a ciencia cierta –ni siquiera mi amigo, su colaborador cercano —adónde irá a parar la épica que se ha propuesto, pero cada día es más claro que la mayor fuerza del gobierno no está en los planes, ni en los presupuestos, ni en las instituciones, ni en los acuerdos sino en los símbolos. Ya sabíamos que López Obrador es un genio de la comunicación política, pero ahora debe añadirse que lo es por su coherencia emocional: los de arriba son invariablemente malos y los de abajo son invariablemente buenos. ¿Quiénes son los de arriba? Todos los que medraron o contribuyeron o callaron ante el despojo sistemático de los de abajo. ¿Y quiénes, los de abajo? Todos los que fueron víctimas de ese despojo.

Esa reformulación simbólica de la lucha entre contrarios es, obviamente, debatible e imprecisa. Pero si el presidente admitiera los matices, el mensaje acabaría perdiendo contundencia. La única salida ante cualquier contradicción posible es la rendición sin condiciones. Cualquiera puede sumarse a la tarea de tirar bardas, pero nadie debe ignorar que el propósito es tirarlas.

Ese lenguaje de confrontación sin concesiones está tocando las cuerdas más sensibles de la gran mayoría de los mexicanos para quienes, en efecto, la política y sus muy diversos personajes se convirtieron en basura. Y en ese saco caben todos los partidos, todos los líderes, todos los ricos, todos los expertos, todas las organizaciones y todos los beneficiarios directos e indirectos del régimen que premió la lógica del privilegio. Es un lenguaje hostil y divisivo, pero absolutamente indispensable: si quieres sembrar de nuevo, primero roza, tumba y quema.

Por lo demás, nadie sensato podría objetar que el gobierno de López Obrador no haya decidido enfrentar la corrupción desde sus causas más profundas, o que no se proponga derrotar al crimen echando mano de todos los recursos del Estado. Nadie que ame a México se atrevería a contradecir que “por el bien de todos, primero los pobres”. Pero más allá de ese mensaje emocional, nadie en su sano juicio podría decir con claridad qué habrá detrás de las bardas derruidas. O no al menos, todavía. Sabemos que el Estado mexicano que emergerá de ese machete será distinto del que había venido siendo, pero no sabemos aún cómo será. Y no sabemos si será mejor.

He aquí el mayor desafío para el futuro próximo: tras la devastación de los territorios donde campean los enemigos y cuando los derrote, el gobierno debe ofrecer un horizonte en el que nunca más vuelva el predominio de los privilegios, ni la corrupción sea el combustible de la vida pública, donde se pueda vivir en paz, en una sociedad igualitaria. Pero ese momento está muy lejos del presente en el que estamos, pues al transcurrir los primeros 100 días de este gobierno, todo sigue descansando en la persona y en la gesta del jefe del Estado.

Investigador del CIDE

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