Hace unos días, en una de sus conferencias matutinas, el Presidente de la República dijo no descartar la posibilidad de llegar a un acuerdo de paz. No tuvo, para sorpresa mía, demasiada repercusión en los medios tradicionales, pero sí generó una interesante conversación en redes sociales. Un acuerdo de paz ¿con quién? y ¿en qué términos? México, a diferencia de Colombia en su momento, El Salvador o Guatemala, no tiene una confrontación civil en la cual una fuerza irregular desafíe al Estado. En nuestro país lo que tenemos son organizaciones criminales crecientemente poderosas que, primero, han parasitado al Estado y después, lo han suplantado y sometido. Para conseguirlo han ejercido una despiadada violencia que les ha garantizado un incremento de sus rentas y una diversificación de sus actividades.

Una buena pregunta sería: ¿a quiénes vamos a sentar en la mesa para pactar la paz? Hace algunos años Vicente Fox defendía una idea similar y en una entrevista le pregunté si lo que procedía era sentar al Chapo Guzmán de un lado y al secretario de Gobernación en el otro. Él, por supuesto, me dijo molesto que yo sabía que el asunto era mucho más complejo que eso. Supongo que lo es, pero sigo sin saber cómo se pactaría un convenio de paz. Lo primero que se requiere es identificar a las partes beligerantes y salvo que el cártel Jalisco Nueva Generación se sentara con Los Ardillos y éstos con el cartel de Tepito, más que un acuerdo de paz, estaríamos hablando de distintos pactos regionales para desarticular a esas bandas criminales y reducir la violencia que ha enlutado a este país. Pero remitámonos a la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, recientemente aprobada por el Senado. El Ejecutivo sostiene que, entre las medidas de pacificación, una primera sería una nueva regulación de las drogas y a renglón seguido reconoce que esto no implicaría automáticamente una reducción de la violencia. “Resulta —dice el documento— imperativo considerar modelos de justicia transicional que garanticen los derechos de las víctimas, esto es, de leyes especiales para poner fin a las confrontaciones armadas y posibilitar el desarme y la entrega de los infractores, garantizando asimismo sus derechos y ofreciéndole reducciones de penas, incluso amnistías condicionadas al perdón de las personas y colectividades que hayan sido afectadas y proponiéndoles un cambio de vida”.

Si esta heterodoxia es un esbozo del acuerdo de paz, aún requiere de una amplia explicación, porque la más reciente encuesta de Arcop (la cual aprueba al presidente con un porcentaje superior a 70%) refleja que 76% de los mexicanos cree que no se debe pactar con la delincuencia porque supondría un retroceso. Las cifras son contundentes y aunque el mandatario ha demostrado una enorme habilidad para cambiar la opinión de la gente, me parece que, en este caso, en los diálogos que tuvo con las víctimas y el barómetro de una sociedad profundamente dolida por los terribles niveles de violencia que el país ha experimentado, hay una cosa que explica este sentir de la mayoría y que probablemente el Presidente no ha valorado en su totalidad: el crimen organizado ha ejercido su crueldad sobre la población civil más que sobre el Estado. 30 millones de delitos son apabullantes. Todo México tiene algún agravio (en forma de violencia o impacto patrimonial) contra los criminales y, por tanto, el apetito justiciero es más elevado que el apetito pactista.

Tomando en cuenta que este país, más que una guerra, tiene un severo problema de aplicación de la ley, la mejor forma de retribuir la lealtad de la sociedad con su gobierno, es ofrecerle mejores resultados en el combate al crimen organizado y común, congelando sus bienes y desarticulando los mercados ilegales en los que se venden los celulares que todos los días le roban a la gente en el transporte público.

Hace algunos años le pregunté a Leoluca Orlando si era digno de consideración un acuerdo con los criminales y su respuesta fue memorable: “pactar con criminales es una blasfemia en un estado de derecho”.

Analista político. @leonardocurzio

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