El presidente de la República se ha referido peyorativamente a personas y organizaciones que, como el colectivo #NoMásDerroches, interpusieron demandas de amparo contra su instrucción de suspender la construcción del nuevo aeropuerto en Texcoco y hacer otro en la base de Santa Lucía. Ha dicho ya en varias ocasiones que estos “ataques” vienen de “adversarios” que representarían, según él, intereses oscuros e inconfesables de supuestos corruptos perjudicados por la suspensión de la obra. Esas expresiones no son las de un simple ciudadano o partidario de una causa sino las del hombre que preside la institución más poderosa del Estado mexicano. En el clima adversarial que el propio presidente ha formado en sus discursos impregnados de belicosidad y desinformación, estas expresiones provocan una duda genuina sobre su postura ante la legitimidad del derecho de las personas a defenderse contra actos de autoridad. Aunque sus intenciones no fueran esas, como asegura, la pedagogía política que promueve es diametralmente opuesta al respeto a los valores republicanos, en especial a la observancia de los límites de su poder y del debido proceso.

La defensa contra los actos de poder es una institución central del estado de derecho. El principio es muy simple: el poder político se confía a quienes lo detentan para que gobiernen bien. Y para que los gobernados no queden a su arbitrio despótico, tienen el derecho de protección contra actos autoritarios, arbitrarios e ilegales. Esta protección es obligación del Estado a través de un poder político especial y separado de los demás: el de juzgar. Si el poder legislativo tiene la atribución de hacer leyes y el ejecutivo de aplicarlas, el poder judicial está encargado de vigilar que ninguno sobrepase sus funciones en perjuicio de los derechos constitucionales. El Poder Judicial tiene la obligación de garantizar los derechos fundamentales de todas las personas. El Juicio de Amparo cumple esta función. A pesar de las restricciones autoritarias que prevalecen en el ejercicio de este derecho (por caro, casi inaccesible para los ciudadanos de a pie y procesalmente intrincado), es uno de los pocos medios de defensa existentes, por lo que respetarlo, preservarlo y profundizarlo debería ser una meta de cualquiera que se proponga defender los derechos humanos. Si los medios a disposición del ciudadano para defenderse no están a su alcance, simplemente no hay estado de derecho. Y peor aún, si las autoridades atacan el uso de esos medios, pueden producir regresiones del estado de derecho. ¿Eso quiere la 4T?

Cambiar de régimen político, como lo ha propuesto el presidente y muchos lo hemos defendido antes de que a él se le ocurriera, no implica violentar los principios fundamentales de la República democrática. Tampoco implica rendirse ante los errores, excesos, omisiones y desviaciones de las instituciones cuando han sido usadas para traicionar esos mismos principios con fines inaceptables. Actuar desde el poder para combatir otros poderes que no son legítimos (crimen, corrupción), suprimiendo o conculcando la ley lleva a situaciones peores a las que se pretende combatir. Así le pasó a México con sus revoluciones y así le pasó a Francia, Rusia y China con las suyas. No aprender de la historia nos hace sucumbir en sus peores vendavales.

Para cambiar las leyes e instituciones que funcionan mal no es necesario destruirlas, sino transformarlas con procedimientos democráticos. Proceder al revés es hacer creer a la sociedad que la voluntad de un solo individuo basta para producir un buen gobierno. Esa receta presupone que hay “déspotas benevolentes” y ha fracasado en todas partes. Todos los déspotas son azotes de los pueblos; jamás sustituirán el aprendizaje del autogobierno democrático. No hay ninguna razón para creer que concentrar todo el poder en el presidente y su partido dará buenos resultados. Al contrario, por ese camino las cosas serán peor, como lo son en todos los gobiernos envenenados de autocracia.


Académico de la UNAM.
pacovaldesu

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