A la memoria de Jaime Ros Bosch, conocedor profundo de la ciencia lúgubre (Carlyle dixit), y dueño de una amable sonrisa. Armonizar conocimiento económico y optimismo se dice fácil.

Según Yuval Harari, los grandes logros colectivos de la humanidad se han iniciado a partir de mitos compartidos; habría que añadir que también los grandes fracasos colectivos se construyeron partiendo de esos mismos puertos. La historia ofrece con generosidad ejemplos de ambos resultados desde el origen de los tiempos de la sufrida especie; y la poderosa fuerza de los mitos llega hasta nuestros días y, de paso, se ha sabido transportar en ideologías con disfraz de ciencia.

En el caso específico de la disciplina económica, los mitológicos astros de la llamada escuela austriaca, del monetarismo de Milton Friedman, del ordoliberalismo alemán, de la filosofía objetiva de Ayn Rand y de la autoridad política de Luigi Einaudi, se han venido alineando en provecho de Alberto Alesina y de su ocurrente “austeridad expansiva”. En auxilio de la ocurrencia, aparecen (cómo no) los imprescindibles supuestos de la teoría neoclásica y el relato adquiere densidad: Un gobierno responsable, enemistado por igual con el déficit fiscal y con el endeudamiento resultante, decide disminuir los ingresos y los gastos públicos; los individuos (que no son otra cosa los gobernados) deberán suponer que la medida oficial también es el anuncio de nuevos recortes por venir, por lo que aumentarán su consumo e inversión presentes, originando la expansión del sistema económico. El Estado que se achica, por ese hecho, agranda a la economía; el Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, sostenía –a propósito de la existencia de Dios- que ésta no se demuestra, solo hay que creer o no en ella (y, en la teoría económica dominante, los supuestos se inventaron para sustituir a las explicaciones).

El primer mito en que se apoya la austeridad, percibe a la deuda y a la finanza pública como materias estrictamente domésticas; el segundo, obsequiado por las calenturientas cabecitas de Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart, establece el umbral máximo de la deuda y del déficit, respecto al Producto Nacional (90 y 3 %), después del cual aquella entorpece el crecimiento; el tercer mito sugiere la conveniencia de competir internacionalmente mediante los menores impuestos, para captar IED; el cuarto, afirma que la privatización reduce la carga fiscal, mientras, el quinto, que el recorte en el gasto resuelve los problemas fiscales e incentiva la inversión. El sexto mito establece la prioridad de reducir el déficit mediante la consolidación fiscal; el séptimo, afirma que la deuda soberana excesiva produjo la crisis del euro (otra raya al tigre griego). El octavo mito afirma las bondades de lo privado y los perjuicios de lo público, mientras el noveno sugiere que el Estado se apoye solo en sus propios medios; el décimo, hace la apologética generalización de las bondades del ahorro doméstico al estilo alemán, mientras el décimo primero construye el mundo que produce la austeridad: activación e incentivos económicos (el mejor de los posibles). Por último, el décimo segundo mito, percibe a la austeridad como un mecanismo de fortalecimiento de la democracia (Austerity: 12 Myths Exposed, Friedrich Ebert Stiftung, 2019).

Desde que se vio amenazado, por su visible complicidad en el estallido de la Gran Recesión, el pensamiento económico dominante propuso cambiar de tema. El asunto no debería enfocarse en un cambio de paradigma, que conduciría a la política neoliberal a la merecida jubilación, sino en el abultado déficit que resultó del salvamento gubernamental del sistema financiero. Krugman, Sen, Stiglitz, Skidelsky, Blyth, Toozze, Chang, y un prolongado listado de buenos economistas, se ha manifestado en contra del austericidio que, además de tonto, resultó sordo. El cambio de rumbo de la inicial recuperación a la austeridad, arroja enormes costos, no solo económicos, a la sociedad y… tiene beneficiarios.

A México, el mito arribó en evocación de las prácticas de un gobierno que, poco después del comienzo de la segunda mitad del siglo XIX, estableció un ordenamiento constitucional liberal, tras derrocar a un dictador; por ambas cosas, sostuvo un costosa guerra contra militares conservadores apoyados por el clero y –tras la victoria- declaró una suspensión de pagos de la deuda externa, por lo que sufrió la intervención del gobierno francés y la imposición del segundo imperio padecido por el país. En 1867 logró restaurar la república y reformó la Constitución que originó los prolongados conflictos. Un gobierno patriótico, sin duda, y sujeto a una gravísima situación; austero por obligación, como la situación misma lo exigió.

Hoy, la austeridad, que es propuesta globalmente por muy controvertibles neoliberales, coloca mucho más que un grano de arena para la edificación de una nueva recesión en la economía mexicana. La austeridad no es expansiva; tampoco es republicana. Es una tragedia. Alberto Domínguez se acerca al final de su deprimente canción (Humanidad), diciendo: “Pobrecito del mundo… “. Se quedó corto, cortísimo.

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