Hace unas semanas el gobernador de Chihuahua, Javier Corral, inició la Caravana por la Dignidad. Viajó desde Ciudad Juárez hasta la Ciudad de México para exigir al gobierno federal la extradición del ex gobernador César Duarte y la entrega de recursos federales que hasta el 4 de febrero le habían sido negados. Duarte está acusado de participar en un esquema de desvío de fondos en el que, a través de contratos para realizar proyectos inexistentes, se desfalcó al estado de 1,200 millones de pesos para apoyar las campañas electorales del PRI. A pesar de existir 11 órdenes de aprehensión en su contra desde hace varios meses, el gobierno federal anunció que sólo solicitaría la extradición del ex mandatario por 3. El gobernador Corral afirma que, en represalia por la investigación sobre los delitos del anterior gobierno priísta, la Secretaría de Hacienda retuvo los fondos federales que debían ser entregados a la entidad.

Un día antes de concluir la Caravana en la CDMX, el gobernador de Chihuahua y el secretario de Gobernación comunicaron que habían llegado a un acuerdo con compromisos mutuos. El gobierno federal se comprometió a llevar a cabo las solicitudes de detención con fines de extradición del ex gobernador, por las 11 órdenes de aprehensión pendientes de la Fiscalía de Chihuahua, y a entregar los montos convenidos pero retenidos, por 900 millones de pesos a Chihuahua. Por su parte, el gobierno estatal se comprometió a trasladar a Alejandro Gutiérrez, ex secretario adjunto del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, acusado de participar en el esquema de desvío de fondos y testigo clave en el juicio contra Duarte, desde el reclusorio local donde se encuentra al penal federal de Ciudad Juárez.

Se trata de un triunfo político para el gobierno de Chihuahua y para Javier Corral. En lo inmediato, logró sus objetivos: las solicitudes de extradición, sin el castigo financiero. Pero, además logró exhibir varios problemas medulares de nuestro sistema político.

El caso ilustra el evidente uso discrecional de la justicia y del presupuesto por parte del gobierno federal. Muestra también que el aparato penal federal solo se activa por razones políticas y nunca contra los propios. Un sistema veloz contra los enemigos, pero inactivo contra sus miembros, hasta que es mediática y políticamente insostenible la inacción. Fue necesario que un gobernador hiciera una expedición por medio país, en año electoral, para obligar al gobierno federal a cumplir la ley.

¿Acaso bloquear carreteras o tomar las calles es la única forma de obligar al gobierno a actuar y cumplir con su responsabilidad? Así parece. Otros grupos han tenido que hacer lo mismo para avanzar sus casos. Familiares de los 43 normalistas han realizado infinidad de marchas y plantones para que el gobierno no olvide que aún debe aclarar el paradero de los estudiantes. Las madres de desaparecidos en Guerrero o Michoacán, en huelga de hambre frente a Gobernación, para obligar a las autoridades a buscar a sus hijos. Para lograr que el gobierno pague salarios vencidos, hay que hacer plantón en Palacio Nacional o encadenarse a las rejas de la Secretaría correspondiente. Sin una protesta mediática (con elecciones de por medio), el gobierno opta por el encubrimiento, en espera de que el siguiente escándalo haga a la ciudadanía olvidar el presente.

El Estado parece haber olvidado que tiene el monopolio de la acción penal y que es su responsabilidad, no de los ciudadanos, aplicar la ley. Cuando esa responsabilidad sea una obligación del funcionario, y no una prerrogativa del gobernante, podremos hablar de un Estado de derecho. Antes no.


División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea

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