Ayer comenzó la discusión en el pleno de la Suprema Corte sobre la constitucionalidad de la Ley de Seguridad Interior. Toca ahora a la Corte definir si tener la seguridad pública en manos de las Fuerzas Armadas es compatible con nuestro sistema constitucional.

En el texto original, el Constituyente de 1917 estableció un mandato expreso para que los militares estuvieran en sus cuarteles en tiempo de paz. Dice el artículo 129 constitucional: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. En los hechos, esta disposición constitucional —como muchas otras— ha sido violada con frecuencia. El Ejército ha sido usado para asistir a la población en casos de desastre, para erradicación de cultivos ilícitos o en represiones contra ferrocarrileros, maestros, estudiantes, etc.

Cuando el país comenzaba la transición democrática —y el texto constitucional comenzaba a ser realmente relevante para resolver conflictos políticos—, la oposición cuestionó la intervención del Ejército en tareas de seguridad pública. Al resolver una acción de inconstitucionalidad (la 1/96), la Corte optó por permitir la participación de los secretarios de la Defensa y Marina en tareas administrativas relacionadas con la seguridad pública, aunque aclaró que la participación debía ser auxiliar y siempre subordinada a las autoridades civiles. Felipe Calderón se colgó de esta ventana abierta por la Corte para justificar el despliegue masivo del Ejército a lo largo del país en el 2006.

El Constituyente Permanente no tardó en responder al exceso. En 2008 reformó el artículo 21 para dejar claro que la seguridad pública debe estar exclusivamente en manos de cuerpos civiles. Calderón, no obstante, intentó darle la vuelta al nuevo mandato constitucional, proponiendo en 2009 agregar un capítulo de “Seguridad Interior” —un concepto en desuso en el derecho mexicano— a la Ley de Seguridad Nacional. La maniobra fracasó cuando legisladores de oposición, académicos y activistas alertaron sobre los riesgos, aunque en los hechos el Ejército continuó haciendo las veces de policías.

Conforme se extendió la presencia militar en el país y recrudeció la violencia, aumentó también la presión para aprobar una ley que avalara la violación constitucional. Entre más visibles se hicieron las prácticas de tortura, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas (recordemos Tlatlaya, Tanhuato, Ayotzinapa, etc.), más enfática —incluso mediática— se hizo la demanda militar por tener una ley. A finales de 2017 se aprobó la Ley de Seguridad Interior, en la antesala del proceso electoral de 2018. Poco importó al PRI y a sus aliados “rebeldes del PAN” el rechazo sin precedentes a la Ley.

Compete ahora a la Corte dar respuesta a las múltiples impugnaciones que se han hecho en contra de la ley. El proyecto de sentencia del ministro Pardo, que comenzó a discutirse ayer, acota algunos excesos de la ley, como el autogobierno de los militares o la posibilidad de mantener secreta la información que se genere con la aplicación de la ley. Sin embargo, hace caso omiso de la reforma del 2008 al artículo 21 constitucional y permite la triquiñuela de llamar “seguridad interior” a las tareas de seguridad pública que realizan las fuerzas armadas. Permite también que los militares nos detengan e incluso investiguen a través de la intervención de nuestras comunicaciones.

Lo que tenemos delante es un diálogo entre poderes constitucionales. El Constituyente Permanente ya reiteró que la seguridad militarizada es incompatible con nuestro sistema constitucional. Si los ministros validan la ley, estaremos no solo ante la perpetuación de la militarización de la seguridad pública (con sus desastrosos efectos), sino ante el abierto desafío de la Corte al Constituyente Permanente. Este último es el único órgano facultado para cambiar la Constitución y acotar las interpretaciones de la Corte.

División de Estudios Jurídicos, CIDE.
@ cataperezcorrea

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