Escrita por Alan Moore, Watchmen ha trascendido como una de las novelas que más ha llamado la atención sobre la insuficiencia y podredumbre de los supuestamente exitosos acontecimientos que marcaron el rumbo de la historia contemporánea.

Y es que cuando la realidad supera a la ficción, la idea de progreso se difumina develando a la historia como una construcción a modo, cimentada a partir de falsedades y a costa de terceros que han sido silenciados, precisamente, por oponerse a un relato oficial o intentar expresar ideas que resultan incómodas.

En México casos como el de Javier Valdez Cárdenas evidencian no solo la incapacidad del Estado para defender a quienes informan sobre lo que no se habla, sino también para develar la fragilidad con la que se ejerce el periodismo. La paradoja es evidente: el gobierno debe proteger a periodistas, cuyo trabajo es cuestionar al propio gobierno.

De ahí que valga la pena repensar una de las premisas de Watchmen, ¿quién vigila a los vigilantes?, para hacer una reflexión sobre los graves ataques a la libertad de expresión y preguntarnos ¿quién defiende a los defensores de la libertad de expresión? Es decir, como uno de los principales gremios en fungir como garantes de la información, como los encargados de indagar y descubrir temas de interés público que contrastan la versión oficial, la pregunta es clara: ¿quién defiende a los periodistas en uno de los países más hostiles para ejercer esta profesión?

John Gibler, en la presentación de su libro Fue el Estado, señaló que en México es más peligroso investigar un asesinato que cometerlo. Así, Gibler evidencia la situación que enfrentan los periodistas que se dedican a informar sobre los principales problemas del país.

La violencia en contra de la prensa no es la única forma de censura, pero sí la más extrema. De acuerdo con la UNESCO, de 2007 a 2016, 845 periodistas fueron asesinados. Solo en Latinoamérica la cifra fue de 192. A estas cifras hay que añadir las amenazas, la intimidación, y el hostigamiento. Pareciera que silenciar al informante se ha convertido en una forma de amenaza para el gremio.

En un contexto en el que se normaliza lo anormal, no basta con el diseño formal de normas e instituciones. Si consideramos que México es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo, es innegable que el diseño de las reglas que protegen los derechos humanos no corresponde a la realidad que se vive. Los mecanismos de protección no son suficientes por sí mismos.

Así, en las democracias constitucionales como a la que aspiramos, los tribunales emergen como un árbitro constitucional independiente y autónomo que tiene a su cargo la justiciabilidad de los derechos humanos.

Queda claro que ningún derecho es absoluto y que, por el contrario, sus límites deben establecerse de forma racional y objetiva, pero, cuando nos referimos al derecho de libertad de expresión, dichas limitaciones deben tener como referencia los intereses de las sociedades y proteger a quienes cumplen con esos fines.

En un entorno que no garantiza la libertad de expresión, la capacidad de los jueces de imponer el orden constitucional se convierte en un acto de defender al débil frente al poderoso: pasar del reconocimiento formal a la protección efectiva.

Dice Moore que el arte de ser un héroe es saber cuándo dejar de serlo. México no necesita héroes, sino la garantía de que ejercer el periodismo no sea motivo de perder la vida.


Director del programa de derechos humanos del Centro de Estudios para la Enseñanza
y el Aprendizaje del Derecho y profesor del ITESM
Twitter: @casunsolom
Profesor de planta de la Facultad Libre de Derecho de Monterrey e investigador
del CEEAD.
Twitter: @garza_onofre

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