La principal virtud del federalismo como sistema de gobierno es que da cabida a la pluralidad y la diversidad. Ciudadanos heterogéneos que viven en estados autónomos y municipios libres pueden adoptar la legislación y las políticas públicas más acordes con sus preferencias y aspiraciones, reflejo de esta diversidad. El principal defecto de este sistema es que el federalismo refuerza la desigualdad, sobre todo cuando se conforma en el modelo clásico estadounidense. En Estados Unidos el sistema federal permitió la segregación y las políticas racistas del sur en contra de la población afroamericana, y en general los sistemas federales limitan la posibilidad de que los gobiernos nacionales adopten políticas redistributivas que busquen atenuar las desigualdades de ingreso, capacidades básicas y oportunidades, tanto personales como regionales.

En el caso de México, el federalismo se ha visto históricamente atenuado por el régimen político, sobre todo durante las etapas más autoritarias de la vida nacional. La centralización del poder y la concentración de los recursos fiscales han sido rasgos característicos de buena parte del siglo XX. Aunque la historia es compleja y larga de contar, aquí basta con decir que el legado del centralismo autoritario fue que la Federación mexicana se distingue por el enorme papel que juegan las transferencias federales (en forma de aportaciones y participaciones fiscales) en el equilibrio institucional del sistema.

Si no se toman en cuenta las vastas transferencias fiscales, no se puede entender por qué los gobernadores han sido verdaderos saqueadores de sus estados, por qué la reforma educativa ha sido tan difícil, el sistema de salud se encuentra fragmentado o los esfuerzos en seguridad pública parecen ser tan poco efectivos. En el fondo todas las políticas públicas en que hay concurrencia entre la Federación y los estados (y muchas veces también los municipios) se estructuran sobre la base de un desfase fundamental entre qué ciudadanos pagan los impuestos y dónde se gasta dicha recaudación. No hay nada de extraño en que un gobierno nacional redistribuya fondos entre lugares, pero lo que es notable en el caso mexicano, sin embargo, es que esta redistribución parece tener un impacto nulo o muy limitado en la reducción de las desigualdades.

México continúa siendo uno de los países más desiguales del mundo, tanto en su desigualdad interpersonal (generalmente resumida con el coeficiente de Gini) como entre las regiones, estados y municipios. Es cierto que en las últimas dos décadas hubo una ligera mejoría en los índices de Gini de los ingresos disponibles después de impuestos y transferencias públicas. Esa pequeña mejoría es probablemente consecuencia de una mayor actividad económica en algunas ramas del sector agropecuario que experimentaron altos precios para sus productos en los mercados internacionales, y posiblemente una parte de la reducción bastante modesta de la desigualdad se puede atribuir al programa de transferencias condicionadas en efectivo del gobierno federal Progresa-Oportunidades-Prospera. Esto no niega, por otra parte, que en el último tramo de la distribución del ingreso (1% más rico) se han concentrado fortunas difíciles de imaginar posibles en una sociedad democrática. Y en las disparidades regionales no se ha avanzado un ápice. El punto fundamental es que, después de más de 20 años de procesos de democratización y descentralización, esfuerzos por revitalizar el federalismo y un aumento muy considerable de las transferencias federales a estados y municipios, la desigualdad prácticamente no ha cambiado.

Este tema es particularmente notable para las comunidades indígenas. Las políticas públicas de las últimas dos décadas han tenido un efecto imperceptible en el bienestar de los pueblos originarios, que son los ciudadanos con mayores carencias en satisfactores básicos como educación, salud o infraestructura física, y que sufren cotidianamente racismo y discriminación. Un trabajador indígena con las mismas credenciales educativas, horas trabajadas y características demográficas recibe una fracción de los ingresos que un no indígena. Y la población indígena del país no es sólo la que todavía habla sus lenguas originales, pues por lo menos una quinta parte de los mexicanos se consideran a sí mismos miembros de una etnia. El único federalismo aceptable después de tantos años de desdén sería uno que atienda las desigualdades que emanan de las regiones indígenas y compense a estos ciudadanos por medio de un proceso radical de redistribución hacia ellos.

El modelo de federalismo que estableció Estados Unidos no es la manera como se puede lograr esto. Hay federalismos mucho más solidarios, como el canadiense o el alemán, que buscan igualar condiciones de oportunidades para todos los ciudadanos, independientemente del lugar donde tuvieron la fortuna de nacer. Respetando la diversidad y la capacidad de los gobiernos estatales (provincias y Länder) de tomar las decisiones que sus ciudadanos quieren, reflejo de sus condiciones idiosincrásicas, en estos federalismos el gobierno nacional (federal) lleva a cabo vastas políticas compensatorias y redistributivas entre personas y territorios.

Ni la letra de la Constitución ni la práctica del federalismo mexicano logran algo similar. En lugar de solidaridad o compensación para los menos afortunados, el federalismo mexicano protege los privilegios de las clases políticas en los estados para que puedan desplazar la culpa de su incompetencia a los otros niveles de gobierno. Y las generosas transferencias no llegan a quienes más las necesitan, sino que son capturadas por intereses especiales de los espacios territoriales locales en lugar de apoyar a quienes menos tienen o son más vulnerables en esos espacios.

Cambiar la letra del artículo 124 no modificará esto de la noche a la mañana, pero pasar de la simulación que reserva a los estados los poderes residuales a reconocer que lo que el país, y en particular las comunidades indígenas, necesitan es un federalismo colaborativo, cooperativo, coordinado, concurrente y subsidiario sería un paso en la dirección apropiada. Los niveles de gobierno local y, sobre todo, los ciudadanos en ese ámbito podrían exigir, basados en la Carta Magna, que haya trabajo en conjunto y que la operación de los programas públicos se base en ordenamientos sincronizados entre ámbitos de gobierno. Pero sobre todo la concurrencia significaría que tuviéramos un punto de reunión y encuentro en común. Y la subsidiareidad, como lo indica su etimología, significaría sentarse bajo un mismo techo para apuntalarlo y socorrer a quienes más sufren y han quedado privados de los beneficios del desarrollo económico y social del país.

* Investigador de la Universidad de Stanford

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