Que Claire Denis dirija la historia de una mujer en busca del amor genuino suena como una ocurrencia o una apuesta perdida. Sus últimos dos largometrajes, Materia blanca (White Material, 2009) y Los bastardos (Les salauds, 2013), más bien exploran la influencia de Faulkner con sórdidas narrativas sobre jerarquías tambaleantes. Su estilo fragmentario, que simula una especie de catarsis, reafirma la influencia del maestro novelista. En la primera cinta, una mujer desterrada de su hacienda en un país africano recuerda la vida de su familia como una intervención poscolonial. Su caída, ella descubre trágicamente, es culpa suya. En Los bastardos se enredan varias historias cuyos protagonistas descubren algo peor que la maldad de un patriarca burgués: la forma en que su silencio lo protege. Entonces la sola idea detrás de Una bella luz interior (Un beau soleil intérieur, 2017) resulta, antes de verla, inquietante. Pero su efecto es sorprendente.

Inspirada en el libro Fragmentos de un discurso amoroso (Fragments d’un discours amoureux, 1977), de Roland Barthes, la película no pierde el estilo fragmentario —como lo dice aquel título— ya usual en Denis. Quizás exageré al principio cuando hablé de una “historia”. Una bella luz interior es más bien una colección de encuentros entre Isabelle (Juliette Binoche) y una serie de hombres de quienes se enamora y se separa por razones tan variadas como la cobardía y la crueldad. A veces no tenemos idea de cuánto dura con ciertos amantes o de por qué se separa de ellos. Al igual que Barthes en su libro, Denis no busca explicar el amor erótico sino representarlo brevemente en sus muchas formas con sus muchos efectos. Al comienzo de la película es difícil comprender sus intenciones y su estilo pero poco a poco la experiencia del espectador en la realidad hará que los secretos florezcan. Hay que esperar a que la escena final sume el efecto entero cuando nos habla de estar abiertos a un resplandor interno. Quizá sea un desenlace obvio pero lo que importa aquí no es cómo concluye la trama sino por qué llega a esa idea.

La primera escena de la película predice el viaje de Isabelle. La cámara la encuentra tendida sobre una cama blanca. Está desnuda. Pronto la imagen comienza a girar en espiral mientras ella parece reflexiva. Lo que nos muestra Denis es una especie de soledad erótica. Isabelle se ve pacífica pero pronto su éxtasis se ve interrumpido por otra presencia: un hombre. El primero de sus amantes en pantalla es un banquero obeso y cruel. Ella, en contraste, es una artista hermosa y sensible pero frágil. A lo largo de sus muchas citas románticas parece siempre dispuesta a ser guiada, una cualidad en apariencia permanente en su carácter. Volviendo a la primera escena, notamos inmediatamente la insatisfacción sexual cuando vemos la expresión de Isabelle pero ella le pide a su amante que se venga. Después ella llora. Todo esto suma las experiencias de una mujer dispuesta a ser usada con tal de recibir lo que podría interpretarse de manera caprichosa como cariño. ¿Por qué? Denis nunca nos lo dice. Como lo explicaba antes, la película no busca entender algo. En cierta medida es como una prueba de Rorschach donde el espectador deberá llenar los vacíos.

Esto suena como una experiencia más que nada intelectual, pero la narrativa elude la frialdad racional de su premisa al parecer más bien vivencial. Incluso hay escenas cuya intención es claramente emotiva, como una donde Isabelle conoce a un amante nuevo en una pista de baile. En el fondo escuchamos “At Last”, cantada por Aretha Franklin. Denis, que filmó una de las secuencias de baile más memorables de los 90 en Beau travail (1999), no parece buscar la originalidad al principio. Su edición adquiere un estilo de videoclip al sincronizar las imágenes de miradas con la canción pero cuando Isabelle comienza a bailar sola y su próximo amante se acerca a ella comienza una especie de narrativa en sí misma sobre el enamoramiento. Él se aproxima a espaldas de ella y comienza un juego ambivalente entre el rechazo y la aceptación discreta. Terminada la seducción, ambos se deshacen y se reconfiguran como uno solo en un abrazo. Estamos ante una coreografía cuidadosa que, al tiempo que busca evocar ciertos encuentros, nos dice mucho sobre el proceso mediante el cual dos extraños descubren haberse conocido desde siempre.

La película entera es un poco como este vaivén entre el reconocimiento y la separación. La mayoría de las narrativas románticas, de Dos extraños amantes (Annie Hall, 1977) a La vida de Adèle (La vie d’Adèle, 2013), tienden a concentrarse en la historia de una relación y la forma en que los caracteres se atraen y se distancian. Pero Una bella luz interior es más bien un viaje a través de muchos errores y muchas conversaciones donde se vislumbran las identidades. Denis busca evitar el tedio con imágenes y locaciones que se lanzan a capturar la mirada del espectador. Ya sea que la cámara comience a girar alrededor de los personajes en un elegante bar parisino o que se concentre en sus rostros, que llenan la pantalla, Denis busca siempre algo que mirar. Hay escenas donde su originalidad cede a planos más tradicionales y en general el constante misterio puede ser criticado como una especie de indecisión, pero nadie puede negar que Denis está experimentando en busca de la originalidad.

Quizás el placer más grande es la presencia ineludible de Binoche. Con sus gestos y su mirada a veces enturbiados, a veces furiosos y a veces lagrimosos, Binoche logra darle una variedad inmensa a Isabelle y sobre todo una credibilidad muy necesaria. El guión podrá construir su ingenuidad y hasta su torpeza al no prestarle atención al único hombre que parece capaz de darle amor en vez de arrebatárselo, pero Binoche logra que sus sentimientos sean reconocibles. Ya mencioné la escena final pero prefiero que el espectador la descubra por su cuenta y que observe cómo, entre las sombras, Binoche y Gérard Depardieu, dos grandes actores, se convencen de buscar lo que Camus llamó un verano invencible.

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