Un hombre muere. De su cadáver emerge su espíritu, que regresa a casa con su compañera. Al pasar el tiempo aprende a tocar de nuevo la materia y se convierte en un poltergeist. Ya lo hemos visto. Vimos también que se hacía amigo de una simpática adivinadora. Vimos que era simpática por ser negra. También vimos al fantasma descubrir por qué murió y lo vimos vengarse de su asesino material. ¿Era asesino por ser portorriqueño? Su asesino intelectual no lo era por blanco. Éste también muere, y el fantasma, vengado, se va al cielo. Eso que ya vimos fue Ghost: La sombra del amor (Ghost, 1990), una película de finales de los 80. En lo moral y lo estético, no quedan dudas de su temporalidad. Pero lo que no habíamos visto es Historia de fantasmas (A Ghost Story, 2017), un filme donde convergen el nihilismo y el romance para resultar en una de las imágenes más singulares de lo que Nietzsche llamó “el eterno retorno”. En todo sentido se trata de una rebelión moderna contra Ghost y sobre todo contra lo que queda del Hollywood que la produjo.

Es cierto que sería exagerado llamar hollywoodense a Historia de fantasmas, pero sus protagonistas, Casey Affleck y Rooney Mara, no dejan de ser figuras del sistema aunque en menor medida que sus hermanos Ben y Kate. Quizá los actores más talentosos de sus familias, Affleck y Mara alternan lo comercial —la trilogía Ocean en caso de él; la última cinta de Peter Pan, en el de ella— con películas de ambición artística —Manchester junto al mar (Manchester by the Sea, 2016) y Carol (2016), respectivamente—. Son la pareja perfecta para una película que suena accesible pero que termina siendo más bien una experiencia en busca de la estética y de lo estático. Esto último lo digo sin desdén. En desafiante contraste con los ritmos rápidos de la televisión y el cine comercial, Historia de fantasmas explora sus temas sin prisa y a veces sin acciones estimulantes. En la quietud y el silencio se discuten la pérdida, la recuperación, el tiempo y su naturaleza cíclica.

Al principio de la película el director David Lowery nos muestra a sus protagonistas echados juntos en un sofá. Ella se ríe, él le pregunta por qué. Ella no sabe responderle pero su risa parece una respuesta nerviosa a una presencia que vive con ellos. Una noche se escucha un estruendo en la sala. Algo se azota contra el piano y él —nunca conocemos los nombres de la pareja— se acerca a investigar. Lowery dirige la escena con planos fijos e inmóviles que cancelan cualquier expectativa de convencionalismo. Al contrario, la imagen cenital de la pareja besándose con una ternura casi inmóvil antes de quedarse dormida, comunica una naturalidad intachable. Parece la perspectiva de un fantasma que los mira con curiosidad y quizá con envidia.

Una mañana el hombre muere. Vemos su cuerpo en el interior de un auto estrellado frente a su casa. En el hospital, después de que su compañera lo cubre con una sábana, su espíritu se levanta. Quizás el elemento más atractivo de la película sea esta presencia de un improvisado disfraz de fantasma: encima del hombre se tiende la sábana con un par de agujeros oscuros donde deberían ir los ojos. En otros contextos no evocaría más que un disfraz de Charlie Brown, pero en Historia de fantasmas esta imagen, más que escalofriante, es melancólica. No sobra decir que esta no es una película de horror y que Lowery suele jugar con esa expectativa. Cuando debería haber un susto, no lo hay; donde debería sostenerse el silencio explota una ruidosa interrupción. Los movimientos tan limitados y lentos del fantasma le dan un patetismo inédito en los cuerpos dislocados de otros seres en el cine de horror y nos demuestra que la intención del director no es atemorizar sino entristecer.

Al continuar la narrativa, Lowery vuelve a lanzar otros retos. El primero es una larga escena donde Rooney Mara dice más con su postura que con todas las palabras que usa en la película. Su forma de comerse un pastel entero es probablemente la más desdichada que recuerde y me parece uno de los momentos más elevados de Historia de fantasmas. Los minutos pasan pero el tenedor continúa interrumpiendo el silencio, subrayando la melancolía. La escena me evoca los dolorosos rituales de Delphine Seyrig en Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975), donde, en el rol de una infeliz ama de casa, ella cocina en tiempo real frente a la cámara. Por supuesto que el contexto le da su patetismo a las imágenes pero sin la corporalidad de estas actrices, parecerían triviales, cotidianas. No lo son.

El segundo reto de Lowery es desviar la narrativa hacia la pena del fantasma, que comienza a ver cómo las vidas de otros lo franquean sin ponerle atención hasta que él, furioso de sólo verlos, se hace notar rompiendo platos. Existencialismo fantasmal, nada menos. No es coincidencia que cuando estaba vivo el fantasma poseyera algunos tomos de Nietzsche. El filósofo alemán enarboló el nihilismo que un personaje describe en un brillante soliloquio sobre el fin último de todas las cosas: la nada. Nietzsche también rechazó con horror la idea de vivir su vida una y otra vez en un eterno retorno de sus dolidas vivencias. Por respeto a la experiencia de la película, no quiero describir cómo la trama de Historia de fantasmas imita esta intimidante teoría pero sí puedo decir que en su forma, cada vez más veloz y de fotografía cada vez más ágil, representa la desorientación de un ser aparentemente infinito y explica su decisión final.

No niego que hay pequeños agujeros en la lógica del mundo que presenta Lowery pero su estilo cinematográfico es de una inteligencia y una significación brillantes; su desafío a las convenciones me parece invaluable y su consideración por un ser fantástico que se suele simplificar, no solamente proviene de la filosofía idealista sino también de un vasto amor por lo humano, aunque se trate solamente de su sombra grabada en el tiempo. Si David Foster Wallace pidió consideración para las langostas, ¿por qué no tenerla para nuestra huella?

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