La administración del presidente López Obrador inicia formalmente el 1 de diciembre de 2018, pero a partir del día que estrena a julio de ese año, cuando arrasa en las elecciones, y sobre todo al ser nombrado presidente electo el 8 de agosto, se abrió un amplio lapso para la preparación de las primeras acciones de su gobierno: cinco meses después de la elección no son morralla.

Si había anunciado que su mandato sería el comienzo de la 4ª. transformación en la historia del país –equivalente a la independencia, la reforma y la revolución–, resultaba lógico esperar que su propuesta educativa fuese una palanca importante en esa intención.

Claro, su compromiso de campaña había sido muy preciso, y lo expresó con toda claridad en Guelatao, Oaxaca, el 12 de mayo de en plena campaña: acabar con la mal llamada reforma educativa que impulsó, formalmente, Peña Nieto, pero que fue acordada por los partidos que formaron el Pacto por México (PRI, PAN y PRD, principalmente).

El 12 de diciembre de 2018, muy pronto, el presidente envía al congreso su propuesta de reforma educativa. Esa noche quien esto escribe la leyó: las fallas en la redacción eran propias de un documento improvisado, hecho con descuido. A este maltrato al idioma, le acompañaban dos cosas más serias: errores en la denominación de los niveles educativos, y la ausencia del párrafo constitucional dedicado a las universidades autónomas.

Si los dislates formales eran muy mal signo, que presagiaba la poca importancia de lo educativo por parte de la 4T, un análisis que pasara por alto lo formal (que es fondo también) y se ubicara en una perspectiva más profunda, no dejaba duda alguna: el nuevo gobierno había optado por una reforma pragmática y no programática.

El texto reivindicaba al magisterio no solo por su función educativa, sino como agentes del cambio social, y eliminaba el condicionamiento del ingreso y la permanencia en el puesto a un sistema de evaluación poco confiable e inválido que, en consecuencia, empalmaba lo académico con lo laboral, y echaba a perder el valor de un sistema de información y análisis crucial, llevado a cabo por el INEE desde 2002, cuando no era autónomo.

Promesa cumplida: se elimina el vínculo laboral, punitivo y clasificador, de la evaluación. Al preguntar a un profesor en esos meses qué opinaba de la reforma de AMLO, me dijo: “es maravilloso trabajar sin miedo”.

Parecía, entonces, una reforma muy corta de miras en comparación con la anticipada transformación de fondo del país, pero que resolvía una tensión muy aguda durante el sexenio anterior.

El 15 de mayo de 2019 se aprueba, y el 30 de septiembre del mismo año, se emiten las leyes reglamentarias. ¿Un nuevo marco legal? Ha lugar a dudas. La reforma de AMLO emplea el mismo telar que la de Peña: en vez del INEE, establece una comisión para la mejora continua de la educación, y en lugar del Servicio Profesional Docente, crea el sistema para la carrera de las y los maestros de México.

Anuncia, sin embargo, que habrá una Nueva Escuela Mexicana, aunque en el texto tienen poco contenido esas tres palabras, y cambia la noción de calidad por excelencia.

A mi juicio, el pragmatismo tiene un límite: resuelve, si acaso, un problema, pero no genera lo que una propuesta de programa educativo sí realiza: entusiasmo. El inicio del sexenio, entonces, no propuso un horizonte educativo renovado. Dejó sin cambios la estructura previa, limó aspectos conflictivos, enhorabuena, y modificó nomenclaturas. Años después, ya fue distinto.

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