El debate público que han levantado las posibles candidaturas de la oposición desde la plataforma de la Alianza va por México se han centrado en personalidades que podrían abanderar al sector que busca reestablecer un orden socioeconómico previamente existente al momento político que vivimos. La atención generalizada de la opinión pública se ha ubicado en los antecedentes biográficos, las características personales y la ideología política de cada uno de los aspirantes, como los elementos que podrían convencer a los votantes de que cada uno de ellos podría ser, desde la oposición, el mejor personaje para ocupar la presidencia en un siguiente sexenio. De ahí que políticos largamente conocidos como Xóchitl Gálvez o Santiago Creel sean quienes canalizan principalmente la euforia mediática y a través de los cuales nos permitan ver como se repite una vieja fórmula política, no exclusivamente mexicana, pero si muy conocida en nuestro país, sobre cómo se construye un personaje político. Se trata de figuras a las que se les crea mediáticamente una personalidad atractiva y una proyección de imagen que genere empatía. Pero tampoco esto puede lograrse con cualquiera, porque se necesita personalidad, carisma y cierta credibilidad para producir un producto que publicitariamente sea atractivo. El punto aquí, sin embargo, es que esa vieja fórmula de marketing político se basa en dos premisas que cambiaron del todo y que difícilmente podrán repetirse como cuando se creó durante años la imagen de Enrique Peña Nieto como candidato a la presidencia, por ejemplo.

La primera premisa equivocada es centrar el debate en la idea de que es posible ganar la presidencia apostando todo a una personalidad atractiva. Esto implica desconocer la fuerza del cambio en la cultura política mexicana que ha ido dejando la imagen del Tlatoani como la concentración del poder total y de ahí la fuerza histórica y simbólica que ha tenido la presidencia en nuestro país. Es posible que se piense que López Obrador es un presidente con esas características de enorme poder y concentración de la gestión pública en sus manos, lo cual es cierto en términos de su proyección y personalidad, pero, como nunca antes, hemos visto a un presidente fuertemente acotado por otros poderes que han limitado sus propuestas legislativas y han pospuesto los cambios que vislumbra su proyecto político. Después de este sexenio, la presidencia no es ni será ya la parte más fuerte de nuestro sistema político y ese es un cambio de gran profundidad en la mentalidad de los mexicanos. Como López Obrador difícilmente habrá otra personalidad con tal legitimidad, fuerza popular y aprobación de mandato.

La segunda premisa equivocada es no darse cuenta de que más allá de las personas que abanderen una opción política -del bando que sea-, lo que está en la mesa del debate público son las causas sociales, los planes de trabajo y, sobre todo, los proyectos de nación que se propongan en este proceso electoral por venir. Esto explica que los candidatos visibles de la oposición, en su afán de sintonizar con las masas, han reivindicado públicamente posiciones a favor de una mayor justicia social, contra la desigualdad e incluso reconociendo abiertamente algunos logros del proyecto del gobierno actual a favor de las grandes mayorías. Lo que no dicen aún, y eso será parte del debate, es si su idea de justicia social pasa por suponer que ésta se logrará porque la riqueza que acumulan unos, tarde o temprano fluirá en la sociedad gracias a una “mano invisible” que regula el mercado, lo cual a estas alturas del partido algunos siguen creyendo.

La esperanza depositada en personas concretas para ganar la presidencia es muy frágil sobre todo porque, en el caso de quienes son viejos conocidos, las preguntas obvias saltan al instante, ¿No vieron el nivel de corrupción imperante en el sistema político y económico mexicano todos estos años? ¿No sabían que las grandes empresas no pagaban impuestos e incluso sostenían aquel supuesto de que lo que hacía falta era incluir a los trabajadores informales en el sistema recaudatorio y cobrarles a ellos? ¿Por qué apoyaron durante décadas el mantener el tope a los salarios mínimos y en cambio, incluso, como empresarios se beneficiaron de los sueldos bajos? ¿Por qué a sabiendas de las enormes injusticias del Poder Judicial no han alzado la voz ni cuestionado abiertamente y sin rodeos esa estructura con altos índices de Impunidad y discrecionalidad?

Así pues, cuando baje un tanto el debate sobre si Xóchitl y Santiago son de izquierda o de derecha progre, como se han estado presentando ellos mismos, o si se les puede juzgar por quienes han sido sus aliados políticos durante años, lo que urgirá será dejar el nivel simplón de oírles citar una lista de acciones o programas para contrastar los existentes y en cambio, conocer qué proyecto de nación abanderan como alianza de partidos tan disímbolos junto con una aparte de la élite económica nacional. Será en ese momento en que proponer volver al pasado será imposible porque el país cambió de manera definitiva.

Recapitulando, si la presidencia como tal no es ya el parámetro en que se mide el éxito total de una opción política ¿por qué importará tanto mantener el apoyo eufórico a cada posible candidato y posteriormente a una campaña? Porque el porcentaje de votos que logren atraer será la tabla de salvación para una de las figuras más importantes para la clase política, las diputaciones y senadurías plurinominales, sobre todo en los casos en las que estas designaciones están dadas como regalo, compensación o incluso, salvoconducto contra acciones de la justicia, dado el fuero del que gozan los representantes populares que se extiende a los pluris. Además, será en la fuerza del Congreso más que en la presidencia, donde se centrará el debate del siguiente periodo político para definir qué país quiere la mayoría. No solo importa entonces quien abandere la causa de la oposición, sino la capacidad para que esto se traduzca en curules y ofrecer pluris, a tantos políticos que ya han levantado la mano.

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