Al ver los noticieros internacionales el contraste entre las realidades nacionales es aleccionador. El G7, que reagrupa a las potencias capitalistas, vigoriza su discurso. Tienen vacunas y el mundo depende de ellos; China despliega un tono triunfalista y amenazador al tiempo, en el que explica por qué su modelo vertical, pero profundamente eficaz, genera crecimiento, desarrollo tecnológico y una renovada infraestructura. En América Latina, en cambio, los gobiernos de izquierda y derecha siguen en su laberinto. Desde Cuba hasta Argentina, Brasil y Colombia, incluso Chile y Perú buscan una y otra vez explicaciones de por qué no salen del atraso.

Vivimos en un laberinto interminable y repetitivo en el que las mismas consignas se repiten, como si se tratara de un matrimonio viejo. En México la celebración de los tres años de la elección del 2018 fue una reiteración inmisericorde de todos los latiguillos explicativos de por qué el país no avanza. Se ha llegado al extremo de esgrimir, como un éxito, el qué no haya otro cártel. Si en tres años no se ha podido ni siquiera debilitar las estructuras previas, es que, en el mejor de los casos, las cosas siguen igual.

Pero lo más desconcertante es que a tres años del triunfo de AMLO la idea de un país con un proyecto de modernización nacional está más lejos que nunca. La división y el rencor es nuestro sino. El presidente llama hipócritas, clasistas y racistas a sus opositores, en vez de intentar pactar una vía de salida con amplio apoyo. Como sucede con la mayor parte de los países de Latinoamérica, nuestro siglo XIX sigue vivo. Hoy no hay guerras civiles, pero sus ecos y fantasmas están por todas partes. La victimización permanente oculta que la única reconciliación pendiente es la del una parte del país con su otro yo. No somos naciones acabadas y mucho menos democracias funcionales, somos proyectos en pugna.

El ánimo del gobierno está tan revuelto que ya de plano ha confundido su papel en la división del trabajo republicano. Como si el país estuviese en guerra, cualquier crítica la considera golpista. Que la oposición quiera avanzar (lo lógico en cualquier proceso competitivo) se etiqueta como una restauración autoritaria y corrupta. Pero lo peor es que el gobierno quiera estigmatizar en vez de gobernar y argumentar a través de todos los canales disponibles, qué no son pocos, su discurso. Su proceder es arbitrario y desacompasado. La propuesta de un Tribunal mediático, de inspiración ecuatoriana, es tan heterodoxa en una democracia como si los jugadores de futbol, que juegan 90 minutos y tiran penaltis, pidieran, una vez terminado el partido, otros 90 para comentar lo que los comentaristas dijeron sobre su desempeño. El que falló el penalti podría así regañar al comentarista qué se le ocurrió criticarlo. ¡Con Hugo Sánchez o Víctor Rangel no fueron tan severos, callaban como momias! Hace algunas semanas expuse aquí la idea que el gobierno quiere funcionar como cartel informativo: es decir, un esquema en el cual controla todas las fases del proceso de comunicación, desde la generación del mensaje hasta la evaluación del mismo. ¿No es eso un modelo autoritario de comunicación política? El gobierno tiene que gobernar, igual que los futbolistas juegan; la prensa informa y comenta. Pero aquí, el que falló el penal quiere tener además su programa para señalar a quien lo criticó como un imbécil. Su ego es insaciable y su ánimo de imponer el discurso oficial por la vía de el avasallamiento, no por la censura directa, es preocupante. La prensa se equilibra con la prensa, solía decir al principio de su mandato…

Analista político
 @leonardocurzio

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