Es evidente que las encuestas electorales y políticas pueden ser de gran utilidad, con fines diversos. Pueden valorar la percepción de la ciudadanía a partir de criterios como ubicación geográfica, clase social, edad, escolaridad, ideología, sobre diversos temas políticos.

Pero resulta que las encuestas también son un instrumento de propaganda, utilizadas por los partidos para fomentar el entusiasmo entre sus seguidores y el desánimo de los adversarios, pues ese factor puede incidir el día de la elección (y en efecto, así ha ocurrido).

Mientras más lejos están las encuestas de intención de voto de la elección, su confiabilidad es menor (además del hecho de elaborarse muchas de ellas a modo de quien las paga, que suelen ser los competidores).

Por eso mismo, las encuestas son sólo uno de varios indicadores a tomar en cuenta para realizar un pronóstico electoral; limitarse a ellas implica un gran riesgo de error. La prospectiva debe elaborarse con muchos otros indicadores para tener más posibilidades de acertar.

Ejemplifico con algunas elecciones clave en las que hice un pronóstico mucho antes de ocurrir. En 1998, tras una reforma electoral claramente democrática (dando autonomía al IFE respecto del gobierno, aunque aún partidizado, pero más equilibrado), y dados los resultados de la elección intermedia de 1997 (en la que el PRI perdió la capital y la mayoría absoluta por primera vez), consideré en un libro que, ahora sí, el PRI finalmente sería derrotado y perdería el poder (¿Tiene futuro el PRI?, 1998).

No había encuestas confiables, y ni siquiera se sabía quiénes serían los candidatos en cada partido (aunque en el caso del PRD era casi seguro que sería Cuauhtémoc Cárdenas). Uno de los indicadores más útiles para ello fue la tendencia electoral del PRI y su historial; había obtenido en 1997 sólo 39% del voto.

Pero además, siempre había captado menos votos en la elección presidencial que en la intermedia anterior, lo que me hizo concluir que la votación priista estaría en alrededor del 36 %. Eso permitiría al candidato opositor ubicado en segundo lugar (en esa fecha era imposible saber quién sería), recibir una votación “útil” del otro partido opositor, y así rebasar al PRI.

En ese pronóstico no tomé en cuenta ninguna encuesta, pues había aún mucha lejanía con la fecha clave. De hecho, a fines de 1999, ya con candidatos definidos, el promedio de encuestas daba al PRI 10 puntos de ventaja aproximadamente. No por ello dejé de pensar que el PRI perdería esa elección.

En 2006 AMLO arrancó con 20%. Pero el discurso estridente y radical me llevó a pensar desde meses atrás que iría perdiendo gradualmente a los sectores moderados (y los “cambiantes”), y que al llegar la elección las encuestas mostrarían un “empate técnico”. Así fue.

En 2016 hice otro pronóstico para 2018, también sin considerar las encuestas. Los resultados de ese año, en el que el PRI perdió las dos terceras partes de los estados disputados que gobernaba, pero igual ocurrió con los que presidía el PAN-PRD, me hicieron percibir un gran hartazgo de la ciudadanía con la corrupción en general. Y quien podría capitalizar ese enojo en 2018 sería el nuevo Partido de AMLO, en parte por no haber gobernado a nivel nacional. En 2016  las encuestas marcaban empate técnico entre el PAN y Morena.

Un año después, la ruptura entre el PRI y el PAN a propósito de los comicios en Chihuahua de 2017 generó un gran pleito -incluso personal- que favorecería a AMLO. Escribí en ese año un libro pronosticando el seguro triunfo de AMLO (2018; ¿AMLO presidente?). Las encuestas daban sólo 5 % de ventaja a AMLO, que se disparó al 30% al final.

Son, pues, pronósticos hechos sin considerar las encuestas y que resultaron acertados. Podría ocurrir de nuevo que las encuestas actuales no necesariamente indiquen lo que ocurrirá en junio. Las encuestas son por ahora un indicador más, entre muchos otros. Todavía pienso que puede ganar cualquiera de las dos principales opciones.

Analista. @JACrespo1

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