El hacer frente a la pandemia Covid-19 está teniendo efectos devastadores en prácticamente todas las economías del mundo, y por ende en toda la población. La velocidad de contagio y la capacidad de dispersarse por todo el orbe en tan breve tiempo no tiene precedente. Las autoridades en todo el mundo se han visto obligadas a adoptar drásticas medidas: cerrar actividades productivas y mantener a la población en casa. Lo han hecho por dos razones fundamentalmente: una, no existe aún un tratamiento ni vacuna que proteja contra el virus SARS-CoV-2 que es letal, y la segunda, la capacidad existente de infraestructura y personal hospitalario es insuficiente para atender un pico en la demanda de quienes enferman. Esto nos está cobrando a todos una factura muy cara con daños costosos sumamente difíciles de revertir.

En su informe semestral sobre prospectivas económicas, el Banco Mundial señala que la pandemia de Covid-19 es la primera desde 1870 que provoca por sí sola una recesión. Para 2020 anticipa que el valor de los bienes y servicios de uso final de la economía global sufra una contracción de 5.2%, no visto en las últimas ocho décadas. Esto es en un escenario conservador, suponiendo que la pandemia no se prolongue o que no brote de nuevo en el segundo semestre, y que no se desaten crisis financieras.

Esta crisis global de salud, además de enfermar a millones de personas y llevarlas a perder su vida, está pegando en el bolsillo de miles de millones de familias. La severidad de la recesión viene tanto por el lado de la oferta como de la demanda. Se inicia una reacción en cadena, donde el detonante es la interrupción abrupta y de golpe de las actividades productivas para mantener a la población en casa. Sigue la transmisión por el empleo, lo cual repercute en menos ingresos de las personas, quienes demandarán menos bienes y servicios en una espiral sinfín que devasta el consumo. El hecho de enclaustrar a las personas para proteger su salud provoca una abrupta desaparición de la demanda de servicios, lo que se manifiesta inmediatamente en despidos masivos y en la disminución de remuneraciones. Como ha sucedido históricamente, son los más pobres y quienes viven en la informalidad —no acceso ni a prestaciones sociales ni a pensión ni a servicios de salud de calidad— quienes tienen que resistir el golpe despiadado. De ahí la importancia de la intervención gubernamental.

México no es la excepción, y está siendo golpeado severamente por estar abierto al comercio exterior y a los flujos de capital. Tampoco la economía mexicana determina precios y tarifas internacionales de bienes y servicios. Si bien México dejó de ser un exportador neto de hidrocarburos, un precio del petróleo por los suelos también le afecta. Si a la caída de las exportaciones petroleras y no petroleras se suma la caída del turismo internacional y las remesas de los mexicanos en el exterior, este será el choque externo de mayor intensidad que México haya recibido desde la década de los treinta del siglo pasado. Como consecuencia de su apertura al exterior, la recuperación de la economía global, y la de Estados Unidos en particular, son de vital importancia para México. Pero eso es sólo una parte.

Lo más importante para iniciar la reapertura de las actividades productivas está en controlar la pandemia Covid-19, lo que implica acceder a pruebas masivas y al rastreo de contagios para poder regresar con más confianza a los lugares de trabajo. De ahí que estamos obligados como sociedad a cooperar al límite de nuestras posibilidades con las recomendaciones de las autoridades de salud y a extender nuestra solidaridad con los más afectados. Debemos evitar que el reinicio de actividades productivas lo llegue a suspender un brote no deseado, pero antes está el descenso en el número de contagios y muertes.


Economista. @jchavezpresa

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