Para el 2019 el presidente López Obrador tomó la gran decisión de combatir a fondo la corrupción. Fue congruente con su promesa de campaña. Todo lo demás en su agenda lo subordinó para mandar una señal clara y contundente: tolerancia cero al uso indebido de recursos públicos para beneficio privado. Es lo que explica el alto costo que asumió al cancelar y retrasar importantes proyectos de infraestructura del país.

Ahora para 2020 tendrá que tomar otra decisión fundamental para que su administración llegue a marcar una gran diferencia con las pasadas dos décadas de un desempeño económico mediocre. Esa decisión consiste en impulsar de manera decidida, sin ambigüedades y con claridad, a la inversión pública y privada, nacional y extranjera. La inversión como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB) no ha podido aumentar sustancialmente, pese a innumerables reformas que las administraciones en turno han catalogado como estructurales, lo que en otras economías sí ha sucedido.

En la nueva narrativa el país ya no necesita de reformas, lo que requiere urgentemente es de una transformación profunda, que represente un auténtico golpe de timón. El objetivo a alcanzar consiste en que las actividades productivas generen tasas sostenidas de crecimiento económico incluyente, esto es que creen más empleos y bien remunerados en todo el territorio. Y esto requiere de una reflexión honesta basada en la evidencia observada durante estas dos últimas décadas.

Los monopolios de Estado en el sector energético se han comportado como monopolistas, esto es que los organismos públicos descentralizados limitaron la inversión necesaria para tener tarifas competitivas en electricidad y acceso a más gas natural. Una de las principales razones de imponer esta restricción fue utilizar los superávit primarios de estos entes paraestatales para compensar la debilidad tributaria del gobierno federal. Otra de las razones fue la pésima administración y la selección de pésimos proyectos en exploración y producción. Hubo un abuso de los pidiregas (proyectos de impacto diferido en el registro del gasto público) que se crearon ad-hoc para superar la restricción al endeudamiento del sector público federal. En las últimas dos décadas Pemex ha sido pésimo ejecutor de proyectos, pues no ha compensado la caída de producción de su yacimiento super-gigante Cantarell, y los que entrarán en declive como Ku-Maloob-Zap. Además, desperdició miles de millones de dólares endeudándose en el fracaso rotundo que fue Chicontepec.

La decisión clara, contundente y obvia a tomar es la de crear el ambiente propicio para atraer y retener mucha más inversión a la que hemos tenido en el pasado reciente, más aún con el nuevo T-MEC. Y para lograrlo hay dos condiciones necesarias e imprescindibles: la primera es Estado de derecho, certeza jurídica y reglas claras para invertir; la segunda, sin electricidad y gas competitivos a lo largo y ancho del territorio nacional, es imposible atraer el interés de la inversión de los particulares mexicanos y extranjeros para que vean a México como parte de Norte América. No tener tarifas eléctricas similares a las de Estados Unidos es el verdadero muro. Los trabajadores de México no merecen que sus remuneraciones sean castigadas para compensar las ineficiencias y carencias del sector energético. Éste tiene que ser confiable y con la capacidad de suministrar energéticos oportunos a precios competitivos y amigables con el medio ambiente.

El tamaño de la economía mexicana es ya de tales dimensiones que depender de monopolios representa un riesgo gigantesco. Como economía G20 también requiere de un Pemex y una CFE que inviertan exitosamente sin incurrir en conductas monopolísticas y que operen eficientemente. Esa debe ser su fortaleza. Es contraproducente repercutir las pérdidas de las malas inversiones en los usuarios del servicio eléctrico. La soberanía en las economías exitosas se ha logrado por contar con sectores productivos competitivos, no por monopolios.


Economista. @jchavezpresa

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