Aprendemos por contraste: sólo apreciamos el caminar cuando un día no podemos hacerlo a causa de algún incidente. Agradecemos ser independientes, hasta que alguien tiene que acercarnos el vaso para poder tomar agua. Valoramos lo que es vivir en el amor, cuando el desamor se presenta; o bien, añoramos la estabilidad sólo cuando hay guerras.

“Todo comenzó el último día del año 2005, cuando acudí al hospital debido a lo que pensé era una gripa. Me revisaron y dijeron: tienes sida, falla renal y te quedan siete días de vida –narra Jerome Braggs en una clase–. Estuve muy grave y viví una experiencia cercana a la muerte, similar a la que mucha gente experimenta. Morí y crucé del otro lado. Puedo decir que en ese momento sentí el amor universal que no tiene opuesto, así como una gran paz y todo lo que siempre había anhelado.

Hoy, 19 años más tarde, lo puedo platicar. Me di cuenta de que la enfermedad era un llamado de la vida, un alto en el camino, una invitación a aprender algo que había ignorado. Hasta entonces, había forzado a la vida para que fuera buena conmigo; manifestaba y trabajaba hasta el agotamiento para cumplir mis aspiraciones.

Mi cuerpo me afrentaba, no era delgado como me enseñaron que tenía que ser para que me amaran. Sentía vergüenza por mi sexualidad y, dado el ambiente en el que crecí, nunca me atrevía a expresar mis habilidades intuitivas, pues no era la norma. Siempre me rechacé, me lastimé, no me sentía una persona valiosa. No era libre, me reprimía para obtener lo que pensaba que eran el amor, la aprobación y el afecto.

La enfermedad me enseñaba que mi cuerpo y mi esencia desfallecían de hambre por no quererme ni aceptarme. Y que estaba ahí para nutrirme, porque lo que no se nutre, no puede estar sano. Al igual que como sucede con la punta de un iceberg, lo que estaba a la vista era sólo una pequeña parte de todo lo que por dentro había descuidado. Supe que, de no aceptar esa invitación, mi vida nunca resultaría ni en la salud, ni en las relaciones, ni en el aspecto económico o el gozo mismo. Si no expresaba mi autenticidad, nunca me sentiría en casa.

Me costó mucho tiempo descubrir que el verdadero secreto es amarte a ti mismo. Esto no significaba cuidar mi cuerpo tal como nos han enseñado: un masaje, un jugo verde, dormir bien y demás. Y tampoco que el amor, es un abrazo, recibir afecto, escuchar campanas o ver fuegos artificiales.

Entendí que nada estaba en contra mía, que tenía que permitir que la vida me amara y escuchar lo que eso en verdad significaba. La enfermedad no era mi enemiga, era un llamado sagrado a ser más amoroso, estar más en contacto con mi interior y aceptar lo que la vida eligiera para mí.

En mi viaje, comprendí que el verdadero amor a uno mismo es la libertad, es sentirnos valiosos, es dicha y conexión, es alinearnos con nuestra esencia; es sentir la frecuencia del amor, aunque la vida no sea perfecta ni la comprendamos del todo. Cuando tengo la sensación de que ‘todo está bien’ es porque en verdad todo lo está y ese sentir se vuelve mi compás y mi guía.”

Escuchar a Jerome me dejó la tarea de preguntarme ante cada decisión, por pequeña que ésta sea, si al tomarla me acerco o me alejo de mí y de mi congruencia. Lo que hago, ¿se siente bien? En el caso opuesto, ¿cuál es la alternativa, la conducta o el pensamiento que me podría llevar a sentir que todo está bien?

Sentir el amor universal no tiene contraste ni opuesto. Amarte a ti mismo es el único camino. Al practicar esa lealtad con mi alma, todo estará bien y esa sensación será mi compás y mi guía.

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