Este artículo se construye sobre el profundo principio filosófico que se expresa del modo siguiente: “chango viejo no aprende maroma nueva”. Por eso es preciso incorporar al catálogo de derechos humanos, aunque sea a los de más antigua generación, el derecho a la comprensión: al trato que merecemos quienes abanderamos el orgullo de haber llegado a la etapa en que se acumulan la experiencia y… los achaques.

Hoy, que está de moda la empatía, es paradójico que los jóvenes no la apliquen para comprender a sus ancestros y nos exijan hablar como si fuéramos mozuelos, palabra que espero no vaya a interpretarse como lenguaje de odio digno de un juicio sumario. Tampoco nos pueden pedir “k” escribamos de un modo que nos resulta ininteligible. Yo me pasé días y particularmente noches, cavilando sobre el significado criptográfico de codificaciones como “BD” o “nsp”, hasta que algún comprensivo alumno al saludarme en el chat —algo aprendemos, no se crean— me dijo “¡buenos días!, no se preocupe” maestro si no entiende todo, entonces “me cayó el veinte”, se hizo la luz y comprendí el oculto significado de esas misteriosas iniciales. Por cierto, esta expresión que viene de otro tiempo, se ha vuelto a poner de moda hasta en anuncios televisivos y ahí sí podemos hacer valer lo que sabemos los baby boomers explicando a los muchachos y, por supuesto a las muchachas, el significado del tal "veinte", por qué demonios les cae y de dónde, de lo cual no tienen la menor idea pues nunca conocieron esa moneda de 20 centavos y menos tuvieron que batallar golpeando vetustos teléfonos públicos para hacerla “caer”.

A propósito de muchachas y muchachos, creo que tenemos el derecho de pedirles que comprendan que nuestros reflejos mentales no siempre dan para recordar todas y toditas las terminaciones que ahora deben incluir los sustantivos. Igualmente que nos tengan paciencia cuando les pedimos ayuda para resolver los misterios que encierra una computadora y recuerden que nosotros también los guiamos con dulzura para enfrentar complejas tecnologías como el manejo de los cubiertos o la atadura de las agujetas.

Los jóvenes deben comprender el terror del que nos hace presa ser víctimas de sus reproches por haber empleado una palabra políticamente incorrecta. Nunca pensé que llegaría el momento en que tuviera que cuidarme de lo que digo hasta en el seno de la más cercana familia. Imagino lo que deben haber sufrido en la antigua URSS los padres y, por supuesto las madres —o no, estas no, porque seguramente se manejaban con extrema prudencia— por haber dicho algo que pudieran denunciar sus niños, y por supuesto sus niñas, ante las autoridades escolares como desacato a esa dictadura que, por una expresión verbal, podía refundirlos en un campo de “reeducación”, el equivalente a la cancelación que la nueva cultura dictatorial impone a quien por descuido o ignorancia empleó una expresión que no parezca suficientemente incluyente, exponiéndose a ser incinerado en la hoguera de las redes sociales.

Solicitemos a los millennials y sucesores que sean resilientes frente a la natural inadaptación de quienes pronto les dejaremos de dar lata. El derecho a la comprensión debería elevarse a rango constitucional para asegurarnos un trato comprensivo o, para que mejor me entiendan, más empático.

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