La gratuidad es un principio central en la garantía del derecho a la educación superior. Datos recientes de la UNESCO señalan que, de 146 países, sólo el 29 por ciento la reconoce en sus constituciones nacionales, mientras que el 68 por ciento no lo hace. Aquellos que han constitucionalizado la gratuidad en este nivel educativo se ubican en regiones como América Latina y el Caribe, Europa Central y Oriental y, Asia Central. En su mayoría, son países de ingreso bajo y mediano bajo. En un contexto global de profundas desigualdades regionales y nacionales entre los sistemas de educación superior, el debate sobre la gratuidad adquiere sentido en la construcción de sistemas educativos más justos y equitativos, así como en una agenda de políticas para el financiamiento responsable y sostenible de la educación superior.

La incorporación de la gratuidad como acción de Estado en este nivel educativo está sujeta a intensos debates. Representa una base para contrarrestar las barreras económicas en el acceso a la educación superior, una vía para la igualdad y la movilidad social. Sus detractores defienden que medidas como la gratuidad generan más desigualdades en la medida en que los sectores poblacionales más desprotegidos no acceden a la educación superior. Incluso, hay quienes señalan que sólo pagando se puede apreciar el valor de la educación superior. En el fondo, la discusión subyace en la función redistributiva del Estado y en el tipo de organización social a la que aspiramos.

En México, la gratuidad fue recientemente reconocida en la Constitución Política, en la Ley General de Educación y en la Ley General de Educación Superior. Supone la eliminación progresiva de costos de inscripción, reinscripción y cuotas escolares ordinarias. En este marco, el Programa Nacional de Educación Superior 2023-2024 estableció como proyecto estratégico la instrumentación de un “Modelo y política de financiamiento para la obligatoriedad y la gratuidad de la educación superior”. Si bien es cierto que la constitucionalización de la gratuidad en el nivel superior se fundamenta en la base del bienestar y en un Estado garante de derechos, en los hechos, tanto el gobierno federal como los gobiernos de las entidades federativas carecen de capacidades institucionales para lograr tal mandato. A continuación, menciono algunas razones.

En primer lugar, pareciera que no existe voluntad política para fortalecer el financiamiento de la educación superior pública. En 2019 el presupuesto destinado a esta función fue de 134,680 mdp, mientras que en 2022 fue de 145,226.44. En términos reales, representa una disminución del 8 por ciento. Como proporción del PIB, en este periodo el gasto en educación superior pasó de 0.51 a 0.52. Segunda, porque las entidades federativas no siempre asumen su responsabilidad en el financiamiento de la educación superior. En promedio, entre 2012 y 2022 su participación en el presupuesto total destinado a la educación superior fue de 23.1 por ciento. En 2021, sólo los estados de Sonora, Baja California, Jalisco, Tabasco, Coahuila, Quintana Roo y Estado de México cumplieron con esta responsabilidad.

Tercera y, en parte, como resultado de las dos anteriores, porque los recursos públicos que reciben las IES, principalmente las de las entidades federativas, prácticamente sostienen necesidades básicas como el pago de sueldos y salarios. Así, para desarrollar su operación recurren al cobro de cuotas (inscripción, por ejemplo) y servicios, lo que se contrapone al ideal

de gratuidad desde la narrativa gubernamental. Finalmente, la efectividad de la gratuidad en la educación superior tendría que sostenerse en una reforma fiscal progresiva que asegure una mayor captación tributaria por parte de quienes poseen más riqueza. Según reporta OXFAM, quienes poseen ingresos por arriba de los 500 millones de pesos anuales representan apenas el 0.03 por ciento de la recaudación total de impuestos.

Para que la gratuidad sea un hecho es necesario llevarla más allá de la retórica gubernamental. Aunque es un proceso a mediano y largo plazos, de no modificarse los factores estructurales referidos, se corre el riesgo de precarizar aún más el sistema de educación superior y de intensificar las brechas de desigualdad que ya existen entre los distintos subsistemas universitarios.

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