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Son raras las cintas que parecen algo que no son. Por ejemplo, una para niños que resulta fábula para adultos sobre la convivencia con los animales. Se trata de Isla de perros (2018), noveno filme del siempre impredecible Wes Anderson, quien recurre a una técnica de animación actualmente considerada pasada de moda, la de “movimiento cuadro por cuadro”, con marionetas de lana hechas a mano en el taller del titiritero Andy Gent y fotografiadas por Tristan Oliver, justo el equipo que hizo esa obra de arte que fue El fantástico sr. Zorro (2009, Anderson).

Anderson concibe la animación como técnica más libre para ahondar en su filosofía y preocupaciones vitales. Nuevamente se trata de una familia disfuncional, ahora en el futuro. Es la historia de un niño, Atari (Koyu Rankin), en busca de su perro Spots (Liev Schreiber). Por lo que desafía al alcalde de Megasaki, Kobayashi (Kunichi Nomura, autor del relato original, director del reparto y coguionista junto con el director, Roman Coppola & Jason Schwartzman), quien exilia a los canes por una crisis de moquillo.

La cinta narra cómo llega Atari a la peligrosa isla. Ahí lo ayudan Chief (Bryan Cranston), Rex (Edward Norton), King (Bob Balaban), Boss (Bill Murray) y Duke (Jeff Goldblum). Los canes y el niño forman la familia más extraña en la filmografía de Anderson. Lo que subraya con su perfeccionado uso de la composición visual planimétrica, que utiliza para filmar con punto de vista simétrico; para expresar cierta inmovilidad, emocional y física. Asimismo, cuán inamovibles son la lealtad y los sentimientos del niño hacia su perro.

La estilización de Anderson vuelve a Isla de perros una de las cintas animadas más artísticas de los últimos tiempos; una entrañable y destacada extravagancia fílmica sobre la vida humana y las mascotas.

Existen subgéneros fílmicos que parecen irredimibles; incorrectos por su morbosidad como el filme de terror sobre venganza sexual. En su momento se produjeron títulos impresentables, por su juego sádico, como El día de la mujer (1978, Meir Zarchi), donde la protagonista, Jen (Camille Keaton), se vengaba de sus violadores. Esta cinta tuvo inesperada segunda versión, Dulce venganza (2010, Steven R. Monroe) y dos secuelas en 2013 y 2015.

Retomando el nombre de Jen (Matilda Lutz) para su insumisa protagonista, Caroline Fargeat replantea el subgénero en su impresionante debut, Venganza del más allá (2017). El argumento escrito también por Fargeat da cuenta de cómo Jen se venga de su novio Richard (Kevin Janssens) y de sus dos amigos, verdaderas bestias de violencia y complicidad. En un giro inesperado la dan por muerta. Resurgiendo de entre los muertos, a la Hitchcock, Jen se cobra el abuso cazando machos alfa.

A pesar del exceso sanguinolento, el filme de Fargeat no es una envilecida película de terror sino una oda a la supervivencia en situación extrema. Al cambiar el punto de vista de cintas similares hace un ejercicio de estilo sorprendente, con cámara desatada (espectacular foto de Robrecht Heyvaert), para diseccionar la doble moral masculina, la pretendida fragilidad femenina y la agresión de todos los días. También es una inmersión en las aristas que hay en los erróneos conceptos del “ojo por ojo” y la amnistía al criminal. Sin tregua ni perdón. ¿Sólo justicia?

Venganza del más allá es una durísima parábola sobre el mecanismo ideológico de la misoginia contemporánea. Absolutamente subversiva de principio a fin, impide que el espectador aparte los ojos de la pantalla.

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