Pocos libros tan leídos y tan mal estimados en la historia literaria de México, como Los Ceros (Galería de Contemporáneos), de Vicente Riva Palacio. Aparecidos en La República en 1882 y luego recopilados en un libro de hermosas características tipográficas, con ese título, la búsqueda de su verdadero autor —el propio Riva Palacio con su ahijado el poeta Juan de Dios Peza como engañabobos, comparsa o patiño— distrajo durante un siglo a los investigadores.

Clementina Díaz de Ovando, al final, resolvió un enigma que no lo era con El enigma de los ceros. Vicente Riva Palacio o Juan de Dios Peza (1994) y si bien su trabajo, como otros tan meritorios como los de José Luis Martínez y José Ortiz Monasterio, lograron enriquecer el contexto en que esa particular y originalísima retratística mexicana apareció en los albores del Porfiriato, mucho se ha dicho de la forma y casi nada del fondo del libro, para usar una expresión en desuso.

De todos liberales, acaso Riva Palacio fue el más completo. Verdadero militar combatiendo a los franceses y no sólo publicista armado como lo llegaron a ser, valientes, Prieto, El Nigromante y Altamirano, el general muerto en Madrid en 1896 en calidad de exiliado diplomático, no sólo naturalizó por completo a la novela histórica con las Memorias de un impostor. Don Guillén de Lampart, rey de México, de 1872, la que ha sobrevivido en mejores condiciones al paso del tiempo dada la envergadura de aquel profeta independentista rescatado recientemente por Andrea Martínez Baracs.

El editor de México a través de los siglos (1884) no sólo fue una pieza clave como custodio del archivo de la Inquisición (materia de sus novelas) sino historiador, él mismo notable pues su visión del siglo XVI fue la primera en asegurar que aquella centuria no fue la primera de una invasión extranjera sino el nacimiento de una nueva nación, mestiza como lo son casi todas las de la tierra y sometida por ello a los fatales sufrimientos de la guerra y la conversión religiosa.

También ejerció, aunque con mediocridad, el cuento (Los cuentos del general) y la poesía en la agonía del romanticismo. Fue político de primera fila, al grado de que su gran amigo el general Díaz lo alejó del país por considerarlo un rival en potencia dada su cultura y popularidad. Pero con los anónimos Ceros, resulta ser, a la distancia, el autor de una de las obras de crítica literaria más notables en la pobre historia del género durante nuestro siglo XIX. Ni José María Heredia ni el Conde de la Cortina escribieron algo similar a los Ceros que, a su vez, nada tienen que ver con los apuntes de teoría literaria, también novedosísimos, del Nigromante.

Los Ceros son retratos literarios. Pero en poco se parecen a los que Sainte–Beuve, en Francia, había comenzado a publicar en 1829, pues los del general mexicano estaban dedicados a autores o personajes públicos contemporáneos, algunos políticos que nos son del todo ajenos o escritores o eruditos como Payno, Justo Sierra hijo, Ipandro Acaico (Ignacio Montes de Oca y Obregón, obispo de San Luis e insistente neoclásico), Alfredo Chavero, Juan A. Mateos, el crítico Sosa, Roa Bárcena o el propio Peza, quien para destantear —pues se le tenía como el poeta que se ocultaba tras el pseudónimo— Riva Palacio trata con ambigüedad maliciosa, inventándose borgesianamente una acaso inexistente Historia de la literatura antediluviana, de un tal Reimanno, pero poniéndolo, según escribió doña Clementina, como “chupa de dómine”. Los Ceros son satíricos, polémicos e irrespetuosos, oportunos y oportunistas; tienen como fondo la batalla intelectual entre los viejos liberales, espiritualistas y krausianos contra los emergentes y juveniles positivistas. No tienen nada que perder con la majestad un tanto marmórea, que dio al género Sainte–Beuve, su inventor.

Riva Palacio advierte, volviendo a Peza, que “no hay cosa que llame más la atención del pueblo en materia de poesía que extrañeces ingeniosas, episodios complicados, monstruosos, inverosímiles, frases equívocas, sutilezas, expresiones hinchadas, pensamientos falsos, con tal de que tengan el aspecto de gigantescos, palabras rebuscadas en diccionarios y desconocidas en el uso común, ya por su antigüedad, ya por su origen, y transposiciones violentas aunque nuevas”.

El “modesto” Peza no pasó a la historia como culterano sino como el simplón “poeta del hogar”. Pero lo extraordinario en los Ceros de Riva Palacio —pues algunos en efecto los escribió Peza— es tomar a sus contemporáneos como el pretexto para hablar, chispeante, de la verdadera literatura. Su modelo fueron los Palos, de Clarín, permitiéndose conversar sobre si Macaulay se equivocó al profetizar la decadencia de la literatura española, abordar el problema de lo nuevo pues creía que la poesía desaparecería en el siguiente siglo acertando al menos en que dejaría de ser un género popular al estilo decimonónico o disertando en torno a la personalidad como la palanca de la historia, sobre la fundación del cristianismo y su carácter fariseo. Este liberal adicto a Lucrecio, estudioso de Persio y buen catador de las traducciones latinas, sufrió horrores ante monoteísmo semítico.

Riva Palacio, nacido en 1832 como otros patricios de su generación, no alcanzó a entender la novedad del modernismo, preocupado como estaba, este hombre de la pluma y de la espada como no hubo ningún otro, en combatir a los positivistas. Interesado en la naturaleza de lo literario y no sólo en el juicio de lo bueno y de lo mano, Riva Palacio, con los Ceros, como crítico, culmina nuestro siglo XIX.

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