Apenas si es necesario insistir en que el conflicto planteado por los resultados del referéndum griego tiene muchas más aristas que las estrictamente económicas. De hecho, ese resultado se ha convertido en un choque entre la democracia liberal y el sistema dominante de generación, acumulación y distribución de la riqueza en el mundo. Esto es mucho más que una cuestión técnica y salta a la vista —para quien quiera verlo— que sus repercusiones podrían marcar el verdadero comienzo del siglo XXI.

Desde el mirador habitual, el asunto podría reducirse a una cuestión de sumas y restas: el gobierno griego gastó más de lo que obtenía y prometió más de lo que tenía. Para los economistas convencionales y las grandes organizaciones económicas internacionales, los excesos cometidos por los gobernantes de ese país serían la única causa razonable de la crisis a la que finalmente arribaron. Su aparato estatal quiso mantener un tren de vida que sólo podía pagarse con deudas, que a la postre resultarían imposibles de devolver. Culpables de indisciplina frente al modelo, los griegos podrían ser excluidos de Europa y condenados —como sucedía en las antiguas polis— al ostracismo.

Sin embargo, la decisión tomada por la “izquierda radical” que gobierna ese país consistió en preguntarle a la gente si estaba dispuesta a seguir las indicaciones de los técnicos financieros y sus poderosas organizaciones para afrontar las consecuencias de sus excesos pasados, con la vaga promesa de que volver al carril europeo les podría traer alguna estabilidad en algún momento futuro, a cambio de perder empleos, poder de compra, servicios públicos y nivel de vida para la gran mayoría. Naturalmente, poco más de seis de cada diez griegos dijeron que no, aun a despecho de que su negativa podría acarrearles muy pronto y de todos modos, las mismas consecuencias que les habría traído decir que sí.

El desafío de fondo al que me refiero es que para esa gente no había alternativa. Para ellos habrá crisis de todos modos: obedientes o rebeldes frente al sistema financiero internacional, la vida cotidiana de la gran mayoría de los griegos estaba ya condenada a pasar tragos amargos, ya por la incapacidad del gobierno para afrontar los compromisos que los habían rebasado o ya por las fórmulas adoptadas para garantizar la devolución del dinero y la estabilidad financiera. La pregunta planteada no era cómo salir del atolladero, sino a cuál de los abismos preferían arrojarse.

Para evitar los descalabros que ese resultado traerá consigo, la alternativa eficiente —para usar un término propio de la economía— habría sido cancelar la opción democrática e imponer la disciplina fiscal por la fuerza. A todas luces, esta era la salida que hubieran preferido los expertos cancerberos del sistema financiero internacional y que, de hecho, han empleado con éxito varias veces: someter la democracia al modelo económico dominante. O dicho de otro modo: pasar por encima de las personas, asumiendo que son corresponsables de las decisiones tomadas por sus gobiernos. Pero esta vez, el de Grecia prefirió preguntar y la mayoría de los griegos prefirió rebelarse. No les irá mejor, pero habrán emitido al mundo un mensaje que resonará por lo que resta del siglo: que el modelo económico actual es insuficiente para satisfacer, en la mayor parte del mundo, las exigencias del régimen democrático.

No hay reconciliación posible entre los abusos cometidos por la oligarquía financiera y las aspiraciones más elementales de sobrevivencia de pueblos enteros, como el griego, cuyas opciones actuales no tienen más horizonte que la tragedia. Por mi parte, sigo creyendo que la democracia es mejor que las formas impuras de gobernar impuestas por unos cuantos. Pero el siglo XXI tendrá que dirimir otra vez esa vieja batalla.

Investigador del CIDE

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