De injurias y quejumbres. Llega a su fin 2015 con un saldo más bien lamentable en la calidad del debate público. Éste rebotó entre los tonos quejumbrosos de un discurso político victimista frente al poder (con frecuencia por parte de quienes lo comparten descaradamente desde lucrativos territorios de poder) y los acentos injuriosos contra gobernantes surgidos de partidos diferentes al del injuriante.

Adicionalmente, la descalificación del contrario es el rasgo que siguió predominando en los intercambios entre los actores públicos. Ésta ha sido la forma de reaccionar de los unos ante las afirmaciones de los otros, sin posibilidad alguna de una discusión racional, civilizada. Este hecho se replicó en automático en las plataformas digitales, ya sea por espontáneos o por activistas cibernéticos de profesión, incluidos algunos habilitados como comentaristas frecuentes que se presentaron como ‘lectores’ de columnas y artículos de este y otros diarios.

La comilla en ‘lectores’ quiere denotar que estos remitentes no parecieron leer los textos que se supone comentaron, ya que sus envíos no solían acusar mayor relación con el contenido del artículo o la columna a los que decían referirse, o simplemente no los comprendieron, otra forma de no lectura de los textos. Además, con frecuencia dedicaron un mismo mensaje, en serie, estereotipado y ofensivo, a diferentes autores de escritos diversos. O colocaron el mismo mensaje —repetido en cada entrega— al mismo columnista o articulista, independientemente de lo que escribiera, como para que no se le olvide al destinatario que hay alguien que lo odia por iniciativa propia o por encargo.

‘Carrilla’ y mediocridad. A estas formas de clausura de la conversación y las discusiones públicas, hay que agregar la ‘carrilla’, esa forma norteña de burla revelada a la conversación chilanga por Geney Beltrán en su artículo sobre la obra de Daniel Sada, publicado por CONFABULARIO semanas atrás. “Burla insistente, a menudo pesada”, de “cariz mezquino y envidioso” —define GB este hábito, sinaloense o universal— que “no se ahorra el rebajamiento por los rasgos físicos” y que está muy pendiente de sobajar todo esfuerzo por sobresalir, con una pulsión por mantener al vecindario en la mediocridad.

Sobredimensionada por las cargas de fuego graneado que destellan en la red, la ‘carrilla’ “valida los prejuicios de una comunidad”, para decirlo en palabras de Geney, a través de “formas retrógradas con que los destinos humanos han sido aprehendidos y reprendidos en las comunidades” que Beltrán ubica en el norte de México, pero que en realidad parecerían proponerse desmoralizar todo intento de elevar la calidad de la esfera pública nacional, incluida la llamada nueva esfera pública del universo digital.

Victimismo e infantilismo. En oportuna ayuda a esta reflexión de fin de año llega la referencia de Arthur Brooks en el NY Times del sábado al libro Culture of Complaint en el que Robert Hughes predijo hace unos años que Estados Unidos estaba condenado a convertirse en una “cultura infantilizada” por la victimización o el victmismo, que Brooks encuentra hoy en su esplendor en los discursos populistas de derecha e izquierda. Los primeros, con Trump, erigiendo a la superpotencia en víctima de los migrantes, y los segundos, de los ricos.

Pero quizás en pocos lugares como en México ha prendido la ‘industria del agravio’ como combustible del discurso político, que el propio Brooks ve como un obstáculo para llegar a acuerdos y resolver los conflictos. Esto, en la medida en que no sólo se sataniza lo que se propone desde uno u otro bando, sino que cada bando se considera el bueno enfrentado al malo. Una cultura que propicia la erección de redentores frente a enemigos comunes y ahoga la generación de ciudadanos exigentes con la exaltación de masas agraviadas.

Mis mejores deseos de que estas notas pierdan sentido con el año que agoniza y que en 2016 seamos capaces de desarrollar un debate público digno de ese nombre.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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