Coincido un poco con mi colega Ignacio Echevarría en que La comemadre (Turner, Madrid, 2014), de Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) es una novela, aunque no “verdaderamente portentosa” como dice él, si “rezuma inteligencia, humor, cinismo, crueldad”, todas ellas características muy propias del canon fin du siècle al que alude el crítico español relacionando a Larraquy con Villiers de l’Isle Adam y Valéry, más que con Borges, Piñera o Gombrowicz, en quienes pensó primero al reseñar la primera novela del argentino de quien sólo sabemos que ya tiene publicada una segunda (Informe sobre ectoplasma animal, 2014). Se dice, a lo sumo, que es guionista para cine y televisión y profesor de diseño audiovisual.

La comemadre es una novela dividida en dos tiempos distintos: 1907 y 2009, que sólo al final se relacionan anecdóticamente aunque los une una atmósfera penetrante. Estamos, a principios del siglo XX, en un pabellón para cancerosos allí reunidos por una estafa, consistente en curarlos de ese mal con sueros ingleses. Una vez fracasada la curación en aquel hospital de Temperley, provincia de Buenos Aires, se invita a los desahuciados a donar su cuerpo para la ciencia, previa cesura de la cabeza mediante la guillotina. Los médicos experimentales creen en una antigua conseja de los verdugos, según la cual “la cabeza desprendida del tronco permanece consciente y en pleno uso de sus facultades durante nueve segundos. Al alzar la cabeza, el verdugo entrega a su víctima una visión del mundo, última y menguante”.

Esta nueva Invención de Morel no presenta, como la de Bioy Casares en 1940, una máquina capaz de reproducir la realidad sino a dos tiempos que son uno sólo: el cuerpo es un espacio experimental para la Ciencia Positivista y para el Arte Contemporáneo. Tanto para los doctores guillotinistas de Temperley en 1907 como para el artista contemporáneo que en 2009 se transforma físicamente —él junto con sus amantes— la sacralidad del cuerpo se extingue, según La comemadre, narrada en un hipnótico tiempo presente. En 1907 se dispone de cadáveres —no se olvide que sin mesa de disección no hay positivismo pues se creía que sólo la anatomía explicaba la vida— y en 2009 el cuerpo va perdiendo su entidad al, valga la expresión, “frankensteinizarse” progresivamente. Mutilándose y exhibiéndose aquí y allá, los creadores de nuestro siglo se van desmembrando adrede, actividad no muy distante de la que ejercen, en la realidad, algunos extremistas conceptuales.

Larraquy, supongo, ha querido hermanar esa búsqueda fáustica y situarla en la Bella Época, que fue particularmente bella en la Argentina, la potencia austral llamada entonces a competir con los Estados Unidos en el hemisferio norte. Dios había muerto, según la celebérrima sentencia de Nietzsche y el ambiente estaba caldeado por esa orfandad, madre de mil locuras. Que ello se reproduzca en 2009 en las artes continua con una desacralización que para un filósofo como Peter Sloterdijk es fatal: el Progreso, contra lo que piensan escépticos como John Gray, no se detendrá y muy pronto seremos una mutación genética, para mal o para bien, autoregulada. Esa ansiedad, nos enseña esta breve novela argentina, no es posmoderna. Es hija de la Razón y de su técnica, que aun poniendo en riesgo al planeta mismo desde 1945 con las bombas atómicas, no se ha detenido ni se detendrá.

Con la misma docilidad con la que los pacientes desahuciados donan sus cuerpos descabezados a la ciencia, los artistas, eternos neoadolescentes, se mutilan en La comemadre. Los primeros lo hacen por fe empírica y por humanitarismo, los segundos, por ansiedad fáustica y por dinero, mucho dinero. Es imposible que un escritor argentino no se delate. Como lo indica el propio texto, La comemadre sólo pudo ser escrita en el país donde se robaron no sólo el cadáver de Evita Perón, sino las manos sin vida de su marido, el demagogo.

A unos y otros, empero, los puede aniquilar, calcula Larraquy, un apocalipsis al cual debe la novela su título pues “la comemadre” es una planta de la Patagonia de naturaleza, digamos, autoinmune. En las ruinas del sanatorio de Temberley donde en 1907 funcionó la guillotina científica, concentrada en descifrar que ven los descabezados durante sus menguantes nueve segundos de lucidez, los creativos conceptuales, sus herederos, encuentran las semillas letárgicas de la comemadre, que al consumirse, siembra el cuerpo humano de unas larvas destinadas a devorarlo por dentro, progresivamente. Esta extraña novela, La comemadre, de Roque Larraquy, parece decirnos que, a pesar de los pesares, la naturaleza será la que se reirá al último.

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