Desde 1789 los derechos humanos se han convertido en una jurisprudencia escrita y tácita cuya influencia se amplía, atrayendo nuevos sujetos, responsabilidades y límites. Éstos entran, con frecuencia, en conflicto con la libertad de expresión, el primero de los derechos conquistados. Siendo así es natural que tras utilizar las palabras “joto” y “naco” contra el finado Juan Gabriel, atribuyéndolas sin pudor a su propio “clasismo”, Nicolás Alvarado se haya visto obligado a renunciar a la dirección de TV UNAM. En ningún país democrático se toleran actualmente esas expresiones de parte de un funcionario y mucho menos si es universitario. Es lástima: pocas personas mejor calificadas para esa tarea en la televisión pública que el erudito y locuaz Alvarado.

A ese primer episodio, desafortunado, vino otro: la orden del Conapred, propia del totalitarismo más insolente, de ordenarle a Alvarado lo que debe o no debe decir, “medidas cautelares” que la nueva inquisición suspendió en cuando supo, ejerciendo la benevolencia intrínseca al Santo Oficio, que el funcionario había quedado cesante. Impera la duda si este instrumento de censura puede darle de reglazos en las manos a quienes no siendo funcionarios ejercemos nuestra libertad de expresión o si tiene alcances retroactivos, lo cual invitaría, en cuanto a los libros, a mutilar o a prohibir la venerable Picardía mexicana, La muerte de Artemio Cruz, Farabeuf o El laberinto de la soledad, cuyas reflexiones sobre la Chingada, por cierto, han sido groseramente deformadas por los sacerdotes del antirracismo en su versión 2.0.

Tan vieja como el hombre es la discriminación hacia sus semejantes y en buena medida puede ser considerada una segunda naturaleza, cuyas víctimas son y han sido las mujeres, los judíos, las otras “razas”, los inválidos, los extranjeros, los homosexuales, los disidentes políticos o religiosos y un largo etcétera. Una de las funciones más delicadas de la democracia liberal es medir y reprimir a quienes, usando su libertad de expresión, lastiman la honra o la dignidad de terceros o, al contrario, la de desestimar los abusos de los quejicas y de los resentidos sociales.

El resto, me temo, en cuanto al agravio que sintieron algunos lectores ante las ofensas de Alvarado contra Juan Gabriel, es culpa de la nefanda influencia de Monsiváis (sus prendas cívicas fueron otras y muy altas), quien mientras en los Estados Unidos se desarrollaban los castrantes y políticamente correctos “estudios culturales”, nos enseñó, aquí, a equiparar la cultura popular con la alta cultura. A mí me da vergüenza subirme a un taxi en Santiago de Chile o en Bogotá y escuchar las alabanzas del cortés conductor dirigidas a la mexicanísima imbecilidad de El Chavo del Ocho y su elenco, principales responsables del retraso mental infantil en América Latina.

Ya salieron los rockeros jubilados y los líricos en ejercicio a vindicar la solvencia artística de Juan Gabriel. Cada generación quiere descubrir a un nuevo poeta del grupo de los Contemporáneos y ahora parece que es el turno del divo de Ciudad Juárez. Mayor tino tuvo Pável Granados al explicar en Confabulario por qué son distintos y a menudo irreconciliables un poema y una canción. Concedo, en fin, la reveladora homosexualización del macho mexicano provocada por el cantante o su contribución, interesante por maliciosa y equívoca, a la liberación gay en México. Pero nada más. Así como es mentira que Agustín Lara haya sido un gran poeta modernista —quienes eso sostienen nunca se alejan de “las palmeras borrachas de sol”—, la música juangabrieliana es atroz desde casi cualquier punto de vista.

La cultura popular suele sobrevivir en la medida en que la alta cultura la absorbe y la depura. La canción francesa importa por haberse hermanado con su poesía, ya culta, ya vernácula; las rapsodias húngaras subsisten gracias a Liszt, a Bartók y a Kodály; la rusticidad del lorelei y su sirenita fue rescatada del mal gusto biedermeier por el romanticismo de Brentano y Heine, para no hablar del canon del lied schubertiano; no hay mejores traductores de la música popular mexicana que Revueltas y Chávez y los compositores posteriores nutridos por ella o quienes se han atrevido a imaginar cómo pudo ser la música prehispánica. Ahora nos quieren vender a Juan Gabriel, un clásico kitsch en la clasificación de Hermann Broch, como “folklore trascendental”, pues no otra cosa son las filosofías de lo mexicano, como decía, con toda su autoridad, José Gaos. Yo también tengo mis debilidades. Mucho antes de que Almodóvar la expropiase, acompañaba mis tragos de entonces con Chavela Vargas y sus playas del placer. Pero jamás se me ocurrió proponerla para ocupar el sitio de una poeta como Concha Urquiza.

Insisto: quienes predican contra la discriminación racial, social o de género olvidan que el sentido del humor, en todo tiempo y lugar, proviene en altísima dosis del humano, demasiado humano, escarnio del prójimo semejante. Así que desde mi apocada y pequeñoburguesa condición de señor encorbatado en la calle y usuario de ropa deportiva en casa, envidio y aplaudo el buen humor del telecomunicador Nicolás Alvarado y del cantautor Juan Gabriel, quienes, cada quien en su género, han sido capaces de disfrazarse de payasos para solaz de sus públicos. Tal para cual.

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