Verónica Gerber Bicecci se presenta como una “artista visual que escribe”. ¿Se trata de una amenaza que nos advierte que estamos por entrar en la llamada “literatura conceptual” contemporánea? ¿Es una disculpa no solicitada de que escribir para ella es un segundo oficio para sobrellevar la vida, como lo fueron para Gorostiza, Eliot o B. Traven, la diplomacia, el banco o la vida del mar? ¿Previene al lector para que no se sorprenda de que en sus libros menudean croquis, garabatos y fotografías?

Sin responder esas preguntas debo decir que Gerber Bicecci es una excelente prosista y sus libros se leen con deleite, aun cuando las intenciones parezcan enigmáticas. El primero de ellos, Mudanza (Taller Ditoria, 2010), desde su mismo título subraya que la escritura no era precisamente la vocación de la autora. Son unos cuantos ensayos sobre el “ojo flojo” que padece la narradora, ahora unida a Nettel en la optometría de las letras nacionales, o sobre la “literatura conceptual” y su relación con el arte contemporáneo, colocando en el centro a Ulises Carrión (1941–1989), el creador mexicano que fue, o el último de los vanguardistas del siglo pasado o el primero de los conceptualistas literarias contemporáneos, asunto del que me ocuparé en otro ensayo.

El segundo libro es una novela: Conjunto vacío (Almadía, 2015), que recurre a los croquis de la teoría de conjuntos (y por ello los personajes son identificados, también, con M o A) para ilustrar el texto y no al revés, si es que es eso lo pretendido por Gerber Bicecci, como quizá fue el caso de Gabriel Orozco, el polémico artista conceptual que ha demostrado ser un fino escritor, autor de una suerte de preceptiva (Materia escrita, 2014) que habría complacido a Antonio Palomino y a otros maestros expositores del dieciochesco arte de pintar. Los croquis en Conjunto vacío son tan literarios como los de Stendhal, quien en su enorme literatura íntima ilustraba así sus libros, sin otra pretensión que divertirse, soltar la mano, poner en claro párrafos y pensamientos.

¿Qué será la literatura conceptual cuando toda literatura lo es? Fue llamada “conceptista” por su doble o triple sentido poético, la paráfrasis mitológica, el énfasis alegórico y la oscuridad manifiesta, como lo hizo Góngora precedido por Alonso de Ledesma. Aquel conceptismo, aborrecido en nuestra lengua hasta bien avanzado el siglo XIX y glorificado después de 1927, en ambos casos, me parece, por razones equivocadas, es muy distinto al pregonado por los cazadores de esa arca perdida, la poesía total, quienes pretenden, desde Dadá, la ilusoria pansofía. Pero si algo ilumina los escritos de Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981), es la transparencia, la gracia, el desenfado, es una verdadera y acaso involuntaria stendhaliana que en Conjunto vacío cuenta, de una manera insólita y a la vez familiar, un lapso en la historia de su generación, la de los primeros sudamericanos nacidos en México, donde se vinieron a refugiar mientras imperaron en el sur aquellas abominables dictaduras. Creo —espero equivocarme— que esta generación de nuevos “niños de la guerra”, como los hubo, peninsulares, tras 1939, casi no ha escrito literatura. Por fuerza será muy diferente a la de sus padres.

Conjunto vacío no incide en lo histórico (el exilio está representado, como una montaña siempre visible, con una abuela varada en la Argentina o en unas líneas sobre si el padre de la narradora fue o no fue “revolucionario” y que pudo querer decir aquello, ayer y ahora) aunque si, con desenfado, en lo erótico. Amor–placer con la pareja, amor fraternal, amor por los padres. La novela está escrita en fragmentos, todos ellos acompañados, como en los diarios de viaje stendhalianos o en sus Recuerdos de egotismo, con frases sentenciosas y rutinarias (“El desamor es una especie de enfermedad que sólo puede combatirse con la rutina”) o evidentes y simplonas (“Cuando un suceso es inexplicable se hace un hueco en alguna parte”) pues Stendhal, a diferencia de los epigramistas del Gran Siglo, no postulaba dobles verdades morales, a su manera conceptuales, sino problemas narrativos, como en el caso de Gerber, al refugiarse en lo Innombrable (“Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras”) o recurrir al también ya clásico culto a la Mallarmé de la página en blanco, como su maestro de Grenoble recordaba los planos militares para Napoleón que le hacía dibujar su tío. Estamos ante egotistas: personas que quieren saber quiénes son y tienen la impudicia de hacerlo frente a los otros. Artistas visuales, acaso: ambos son escritores de imágenes, no de conceptos.

Preferiría que cada lector, tras leer Mudanza y Conjunto vacío, responda por su cuenta a las preguntas postuladas por la obra de Verónica Gerber Bicecci.

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