Es antigua mi devoción por Thomas Bernhard (1931–1989) y a estas alturas ya es imposible mi renuncia a su relectura. Sus manías, aun las más detestables, entraron en mi mente en esa época en que disfrutamos de un pensamiento débil y moldeable. Su interminable fraseo, una letanía traducida al español de manera esplendorosa por Miguel Sáenz, se aloja en mi mente con la misma persistencia que algunos de los cuartetos de cuerdas más escuchados. (Por cierto, alguien me dijo alguna vez que Sáenz, también biógrafo de Bernhard, era militar, información al parecer falsa, que me hizo pensar en el gran traductor como un teniente del ejército de tierra al servicio de Juan Carlos de Borbón, lo cual tornaba en tremendo el embrollo).

Hacía mis compras de Navidad cuando me topé con un Bernhard, relativamente nuevo y desconocido para mí, Goethe se muere (Alianza), obra póstuma del novelista austriaco, impresa en Madrid apenas en 2012. Se trata de una obra menor, cuatro relatos nunca reunidos en libro y publicados en la prensa, hacia 1982. Sólo uno de ellos es notable, el que titula el libro, “Goethe se muere”, junto a un homenaje a Montaigne envuelto en un relato paranoide; “Reencuentro”, la típica diatriba bernhardiana contra la familia austriaca, en este caso, en su filón alpinista y un breve ancore donde el novelista reitera, por si hacía falta, su odio por la Austria nacional católica y por ello nazi por los siglos de los siglos, según él.

A mí, el odio de Bernhard por su país me parece una hazaña cómica y una muestra ejemplar de misantropía, de verdadero desprecio contra la humanidad, de rechazo sin mácula de todo filisteísmo, el propio y el ajeno. Y lector de biografías, como soy, anhelo la pronta traducción a alguna lengua accesible, de la escrita por Manfred Mittermayer donde según las reseñas que he podido leer del original alemán, se nos recuerda que, Bernhard, genio al fin, tenía, a su vez, algo de payaso.

Al odio de Bernhard por sus paisanos, el más inclemente de todos aquellos manifestados durante ese siglo pasado que lo tuvo, en mi opinión, entre sus novelistas más originales, se compensa con su capacidad de admiración. Dos de sus noveles capitales, Corrección (1975) y El malogrado (1983), son gestas de amor por el filósofo Wittgenstein, primero, y por el pianista Glenn Gould, después. De la misma manera, su pasión por Schopenhauer y su esfuerzo por rescatar a los grandes músicos de la corrupción vienesa están entre los pilares de su obra.

Goethe no podía faltar. Según Bernhard, en varias de sus novelas, y lo ratifica en “Goethe se muere”, el consejero aúlico de Weimar engañó al orbe alemán con una broma siniestra, la de hacerlo creer que aun vendiendo su alma al diablo, como lo hizo Fausto, tenía perdón y le abría la puerta de los cielos. El espíritu germánico, decía Bernhard, siempre cree salvarse y en eso está su verdadera tragedia fáustica: “Los alemanes me veneran, aunque les he hecho más daño que nadie, para siglos”, pone el austriaco en boca de Goethe, con sus características cursivas. No, no se salva. Un amigo me dijo que la escena final de Der Untergang (2004), la genial representación de Hitler en el búnker de Berlín, protagonizada por Bruno Ganz, le da la razón al novelista austriaco, al salvar, en el último momento, a la secretaria del Führer y a un niño sobreviviente, subidos en una bicicleta. ¿Bernhard los hubiera condenado a inmolarse bajo el fuego soviético?

Goethe se muere esperando un encuentro decisivo, el más importante de su vida, con el filósofo Ludwig Wittgenstein. Aunque se trata de un anacronismo del novelista y de un desvarío profético de Goethe, pues éste murió el 22 de marzo de 1832 y Wittgenstein casi 120 años después, el 29 de abril de 1951, el séquito weimariano, encabezado por el amanuense Eckermann, trata de “desagendar” ese encuentro porque creen (o yo lo sospecho) que el legado de Goethe sólo podía ser sustraído de manos de los filisteos germánicos gracias a un encuentro purgativo con el autor del Tractatus Logico–philosophicus.

Sólo Wittgenstein podía impedir que la posteridad, en boca de Paul Claudel (¡miren quien habla!), llamase a Goethe “asno solemne”. En la lógica testaruda de Bernhard, que Wittgenstein durmiese no en el Hotel Elefante, preferido de los visitantes en Weimar, sino al lado de la cama del agonizante, como era la orden, extremadamente hospitalaria, de Goethe, cambiaría el futuro. “Goethe había puesto el Tractatus por encima de su Fausto y de todo lo que él había escrito o pensado”, dice uno de sus cortesanos.

En un relato de apenas 30 páginas, infladas por la tipografía, Bernhard nos arroja una ucronía imposible (valga la redundancia), más valiosa que muchas teorías y cientos de libros. Algo, sostiene Bernhard, falló dramáticamente en el pensamiento de Goethe y esa falla fastidió a Alemania y a la moderna Austria, su lamentable apéndice. Y aquello, esa falencia, sólo la podía resolver, en la intimidad, una conversación entre Goethe y Wittgenstein. Quizá el filósofo del lenguaje le hubiera ordenado callar a Goethe y la humanidad entera, habría agregado el alharaquiento novelista, se hubiese salvado. Pero esta no ocurrió porque en la fantasía de Bernhard, Goethe muere el mismo día en que le había dado cita a Wittgenstein, ignorando su deceso, de cáncer, algunos días antes. Nadie se atrevió a darle la noticia a Goethe, quien falleció esperándolo y en el entorno de Wittgenstein, según informó el coime enviado con la invitación, nadie sabía —perro mundo— quién demonios era Goethe. “El dudar y no dudar” fue la penúltima frase de Goethe, obra del futuro Wittgenstein. No dijo “Luz, más luz”, nos advierte, enfadado, Thomas Bernhard.

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