Quizá no sea ocioso recordar que en 2017 se cumple el centenario de la muerte de Edouard Drumont, el antisemita francés nacido en 1844. Fuera de un centenar de partidarios, que se renuevan generación con generación en París, ofreciendo un premio literario con el nombre de su prócer, y de los estudiosos de “la persecución diabólica” (a decir de Léon Poliakov), pocos recuerdan su nombre. Pero Drumont fue al autor de La France Juive (1886), el best seller fundador del antisemitismo moderno, cuyas raíces, más que alemanas, fueron francesas, en el turbio escenario del caso Dreyfus, ocurrido a caballo entre los siglos XIX y XX, premonición periodística y judicial del Holocausto.

Leer La France Juive debería ser obligatorio para quienes piensan, obnubilados por la pesadilla nazi, que el antisemitismo pertenece al coto de la derecha. Nada de eso: Drumont, obrerista, se rodeó de socialistas y anarquistas que detestaban, como él, al capitalismo y a la descristianización, males achacados a los judíos. Hasta la aparición de Hitler, ser antisemita era tan común y tan políticamente correcto como hoy lo es ser enemigo del neoliberalismo, lo cual desde luego no quiere decir que quienes deploran a ese difuso enemigo, sean todos antisemitas. Pero el antisemitismo es una ideología transversal, la cual, a través del populismo (el pintoresco Drumont fue un prominente diputado populista), atrae las fobias de la derecha y de la izquierda.

Muchos de los antisemitas de la Bella Época eran católicos pero todos, creyentes o no, eran anticapitalistas, pues la Iglesia Católica había denunciado los excesos y las inequidades de la sociedad industrial. Mintiendo y deformando cifras, Drumont, hizo en La France Juive (sólo sé de una traducción al español en 1889), circo, maroma y teatro para dictaminar que los principales capitalistas franceses eran judíos, como lo harían los nazis en Alemania, siguiendo su ejemplo, décadas después. Así que la posverdad nada tiene de novedosa. Cada época tiene sus verdades, dirán los relativistas. Pero la naturaleza de la mentira siempre será la misma.

La transversalidad del antisemitismo provoca aquello que otro antisemita (el gran Mircea Eliade) diseccionó, en su historia de las religiones, como el “intercambio de atributos”, la aparente contradicción subyacente en que los judíos fuesen, al mismo tiempo, la mano negra tras el Gran Capital y los principales militantes del comunismo soviético. Es decir, los capitalistas tan poderosos y sus acérrimos enemigos confabulados. Para el antisemita no hay sinsentido en esa duplicidad pues el judío, para él, es polisémico: los Rothschild y Trotski son las dos caras de la moneda. Se oponen entre sí para engañar a la Cristiandad. Los judíos, verdad o mentira, desde el Imperio romano, siempre han sido asociados a “lo moderno” y la neofobia es una superstición muy influyente.

En esa lógica, los antisemitas mexicanos están difamando a Claudia Sheinbaum (mi opinión política sobre la señora candidata es irrelevante en este momento), porque es o la creen judía. Esa condición racial, aseguran, la convierte en el agente preciso al frente de una conspiración “judeo–comunista” para entregarle la Ciudad de México al Gran Capital. Antisemitismo puro y duro, como el sintetizado por Edouard Drumont.

México, tierra de asilo para apenas unos miles de judíos perseguidos por el Tercer Reich, no se ha librado del antisemitismo, fenómeno global, pertinaz y pernicioso. Y al parecer, condenado a ser eterno. En los años cuarenta del siglo pasado, con todo, los judíos eran tan pocos en la capital, que mi abuela paterna, mujer de pocas letras y vendedora ambulante de corcho, los confundía con otros semitas, los sirio–libaneses de confesión cristiano maronita, también activos e industriosos.

Antisemitas los tenemos en la prensa de derecha y en la de izquierda, los ha habido en el Congreso de la Unión, sentados en las bancadas del PAN, pero también en las del PRD, pues insisto, la judeofobia no es de izquierdas o de derechas. Es. Para quienes hemos sufrido alguna vez la difamación antisemita, lo más inquietante no es el exabrupto público de algún racista, sino descubrir una buena tarde que a alguno de nuestros mejores amigos se le sale, de lo más profundo del alma, una “certeza” antisemita.

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