Se ha hecho muy difícil ser Woody Allen en los últimos años. Tras décadas de silencio, en 2014 Dylan Farrow, la hija de la actriz y ex esposa de Allen, Mia Farrow, volvió a hablar del abuso sexual que supuestamente cometió el director contra ella cuando era sólo una niña en 1992. Moses Farrow, hermano de Dylan, salió a defender a su padrastro diciendo que todo había sido una mentira orquestada por Mia Farrow en venganza de que Allen la había dejado por su hija adoptiva, Soon-Yi Previn. Ese mismo año Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014), escrita y dirigida por Allen, fue despreciada por la crítica —no soy culpable de ese cargo, señor juez—. Al año siguiente a Un hombre irracional (Irrational Man, 2015) le pasó más o menos lo mismo —tampoco soy culpable—, tal como le había sucedido a otras películas de Allen a lo largo de la década. Es cierto que sus últimas obras son, en general, menores, a excepción de Jazmín azul (Blue Jasmine, 2013) y, tal vez, Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011). Sin embargo esto no es un síntoma de senectud o de una decadencia creativa. A lo largo de la filmografía del Allen más joven hay cintas que se hunden en lo desastroso, como su debut, What’s Up, Tiger Lily? (1966), donde el director y otros actores doblan una película de acción japonesa con chistes que rara vez superan el cliché. Es difícil superar las expectativas de un público y una crítica que esperan otra Annie Hall (1977), otra Manhattan (1979), mientras se esquiva a los tabloides y se quiere hacer, simplemente, las películas que uno quiere.

Café Society (2016) se enfrentó a la misma reacción que otras películas recientes de Allen por ser deliberadamente modesta pero no encuentro motivos de alarma —y eso que los busqué—. El viejo director ha sido blanco de una injusta persecución estética que le exige ser el artista innovador que ha llegado a ser de manera muy esporádica. Si nos fijamos en la filmografía de Allen, sus grandes películas son más anomalías que patrones. Vamos, Allen siempre ha puesto más énfasis en sus gags, en sus tramas y sus personajes que en sus intentos de ruptura formal. Al contrario, Allen es un cineasta que parece obsesionado con hacer películas tal como las habrían hecho Ingmar Bergman, Federico Fellini o Jean-Luc Godard. No le da vergüenza imitarlos en Interiores (Interiors, 1978), Recuerdos de una estrella (Stardust Memories, 1980) o Los enredos de Harry (Deconstructing Harry, 1997). Ni Martin Scorsese, discípulo amoroso de los grandes maestros, es tan explícito al momento de pagar deudas estéticas. Allen es un nostálgico. Es un romántico que aun en sus películas más duras o psicológicamente realistas se niega a eludir un tono de ensueño, que también vemos en su nuevo filme.

Vittorio Storaro es el responsable de la belleza y la elegancia de Café Society, logradas mediante su fotografía cálida, abundante en tonos sepia, que le da a los personajes una grandeza imaginaria. La historia de un joven judío neoyorquino en el Hollywood de oro lo requiere. Cuando Bobby (Jesse Eisenberg) ve por primera vez a Vonnie (Kristen Stewart), Storaro la ilumina desde su costado para presentárnosla como una aparición dorada del crepúsculo californiano. La implicación romántica es evidente: amor a primera vista. En otra escena, la cámara se acerca lentamente a la hermana de Bobby, Evelyn (Sari Lennick), mientras lee una carta de él donde le cuenta sus periplos. Los colores fríos del lugar donde se encuentra pronto se convierten en un color dorado que la ilumina, alegre de que su hermano esté triunfando. Allen nunca se ha caracterizado por ser un visionario cinematográfico pero gracias a su colaboración con el talentoso director de fotografía italiano logra una de sus películas más expresivas en términos visuales.

El elenco de Allen también resulta uno de los grandes atractivos de la película, con Jesse Eisenberg dentro de su zona de confort, un personaje ansioso con ataques de verborrea, pero es justo lo que el papel necesita. Steve Carell, que interpreta al poderoso tío de Bobby, contiene sus energías humorísticas típicas —gritos o una parquedad total— para hacer un papel de hombre poderoso, restringido aun cuando explota, que resulta breve pero muy significativo en la historia de Bobby. Su mirada fija cuando se reencuentra después de años con Bobby nos habla mucho sobre la relación entre ambos aunque justo en ese cuadro Kristen Stewart se lleva la atención. Lo mismo se puede decir del resto de sus escenas. Si Las nubes de María (Clouds of Sils Maria, 2014) ya había mostrado una Stewart muy distinta de la que la serie Crepúsculo lanzó a la fama —con su gesto inmortal de desdén por todo ser vivo—, Café Society le permite expresar un carisma inédito. Cuando aparece por primera vez, su personaje, Vonnie, manifiesta una personalidad similar a la de la propia Stewart: intensa, desenfadada y abundante en muecas. Pero más adelante, cuando ha madurado, Vonnie es una construcción de sí misma: ha sido falsificada por la etiqueta y los vestidos caros. Stewart se mueve entre ambos roles con una destreza total que la convierte en uno de los grandes espectáculos de la película.

No me retracto, sin embargo, de incluir a Café Society entre las cintas menores de Allen, aunque no por esto me parecen desechables ni ésta ni las otras. Al contrario, me parecen divertimientos bien realizados, completamente conscientes de sus limitaciones. Es cierto que el título de la película sugiere un examen de la nueva aristocracia del siglo XX: las estrellas de cine y los socialités que se les adherían —adhieren— como rémoras. Sin embargo es muy claro, desde que se conocen Bobby y Vonnie, que Café Society es una historia de amor. La sociedad alrededor es meramente un contexto y un artificio para que la trama se mueva. Tanto el poderoso agente hollywoodense Phil (Carell) como el gángster Ben (Corey Stoll) gravitan alrededor de la pareja protagónica y colorean el contexto social de Bobby, atrapado entre lo nuevo sagrado y lo eternamente profano. Allen sí comete el error de querer explorar la identidad judía en estos polos sociales y dentro del propio Ben. A final de cuentas, no es el tema de su película y sólo resulta en una reflexión sobre el temor a la muerte que se pierde en una trama que nada tiene que ver con eso pero quizá refleja las ansiedades del octogenario Allen. Ya habrá tiempo para preocuparse por la muerte pero Café Society muestra a un Woody Allen aún lleno de vida aunque nostálgico por los romances de la juventud.

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