Hay una breve imagen en Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998) que nos habla mucho sobre las aspiraciones de Steven Spielberg. Cuando el pelotón protagónico se dirige a su primer combate con los alemanes después del Día D la cámara nos muestra cómo las primeras gotas de una lluvia amenazante palmean las hojas de los arbustos. Anuncio de la desgracia, el golpeteo del agua en el follaje pronto se funde con los disparos en un pueblo cercano. Al final de Narciso negro (Black Narcissus, 1947), dirigida por Michael Powell y escrita por Emeric Pressburger —los famosos Archers—, podemos ver una imagen casi idéntica. Me parecería simple e incluso equivocado pensar que Spielberg la robó. Dudo que al incluir la imagen de Powell el gran director hollywoodense esperara que nadie se diera cuenta, al contrario, pienso que quería mostrarse ante todos como un heredero del maestro inglés. En Mi amigo el gigante (The BFG, 2016) no hay citas de Powell —que yo haya notado, claro— pero la anticuada trama y las ambiciones cinematográficas me recuerdan a un clásico codirigido por él: El ladrón de Bagdad (The Thief of Baghdad, 1940).

De entre todas las películas hollywoodenses de los 40, El ladrón de Bagdad destaca debido a sus imágenes en Technicolor y a los efectos especiales inéditos hasta su estreno. El gran mago del cine, Georges Méliès, fue al fin superado por la producción aún inmortal de Alexander Korda —ya veremos si con los años al fin muere—, que se convirtió en un icono en la historia del cine. Spielberg, quizás el director más ambicioso de su generación, ha intentado crear películas que, como las de Powell, sean consideradas icónicas en sus respectivos géneros. En buena medida lo ha logrado. Hasta hoy nadie ha podido renovar las películas de extraterrestres, dinosaurios o tiburones como él lo hizo. El cine bélico todavía obedece al canon que estableció Rescatando al soldado Ryan y el cine del holocausto apenas vio su primer gran triunfo desde La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) con El hijo de Saúl (Saul fia, 2015). En los últimos años, Spielberg, un inusual niño que cuando lo desea puede transformarse en un lúcido adulto, ha intentado renovar la película infantil pero, a diferencia de sus otros logros, esta tentativa no ha recibido ovaciones.

Caballo de guerra (War Horse, 2011) y Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio (The Adventures of Tintin, 2011) son fracasos, a pesar de las ambiciosas producciones de ambas. En su nueva película, Mi amigo el gigante, Spielberg repite la misma técnica de aquellas cintas —producción enorme y énfasis en el lenguaje visual— y logra notables planos secuencia que mezclan imágenes digitales del gigante BFG (Mark Rylance) con la joven actriz Ruby Barnhill. Uno, por ejemplo, utiliza una complicada coreografía para mostrarnos a la niña en la mano del gigante. La cámara se mueve alrededor de ella y de su captor para mostrar las expresiones de ambos y la inmensa habitación de BFG. Sin embargo la pirotecnia visual no compensa la torpe dramaturgia de Melissa Mathison, guionista de E.T. el extraterrestre (E.T. the Extraterrestrial, 1982), ni la pobre dirección que le da Spielberg a Barnhill, cuya actuación abundante en gestos de berrinche evoca a Shirley Temple y otros niños del cine de oro de Hollywood. En una época cuando se intenta desempolvar los textos de Roald Dahl —con gran éxito, por ejemplo, en El fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), de Wes Anderson—, Spielberg opta por un estilo anticuado en el que la música de John Williams domina la película como en el cine de los 40 y la ingenuidad de la historia casi cae en un panfleto de admiración a la monarquía.

Después de que Sophie (Barnhill), una huérfana inglesa, descubre a BFG rondando su ciudad en la noche, éste la lleva a la tierra de los gigantes, donde ella lo inspira a defenderse de sus abusivos colegas y él le muestra el origen de los sueños. Hacia el final ambos deciden pedir ayuda a la reina Isabel II (Penelope Wilton) para evitar que los otros gigantes se coman a la buena gente de Inglaterra. La trama es decididamente infantil pero Spielberg no dirige como un adulto que crea una película para niños sino como un niño sin sentido del ritmo que le dedica cerca de 20 minutos al encuentro con la realeza. Me asombra que el hombre que criticó la venganza de Golda Meir en Munich (2005) decide mostrarnos ahora a la reina de Inglaterra como una gentil señora que responde a los asaltos de los gigantes con un ataque aéreo apto para toda la familia. Antes de ello vemos un largo desayuno en Buckingham que culmina en una andanada de pedos. Se podría pensar que el crítico es un amargado —lo es— pero es defendible el argumento de que Spielberg ha dirigido mejores películas para las audiencias familiares que capturan, como E.T., la experiencia y las fantasías de una niñez solitaria. Mi amigo el gigante intenta superar a esta película, dado que sus tramas son similares —niños olvidados encuentran en un ser fantástico su amigo ideal que les enseña a crecer— y sus recursos técnicos muy superiores. El resultado me parece pobre en comparación pero no sin sus atributos admirables.

Ya expliqué un poco sobre la brillante fotografía de Janusz Kamiński —colaborador esencial de Spielberg— pero el otro —y acaso mayor— triunfo de la cinta es la actuación de Mark Rylance. Ya en la cinta anterior de Spielberg, Puente de espías (Bridge of Spies, 2015), Rylance mostró un carisma y un talento que rivalizaron con los de Tom Hanks y ahora él y su director aprovechan el desafío de la captura de movimiento como un pedestal desde donde se exhiba la inmensa calidad de su interpretación. BFG no es meramente un personaje animado sino un ser avivado por Rylance: por su voz matizada, por sus movimientos numerosos pero no histriónicos. Andy Serkis ya perdió la oportunidad de ganar el Oscar por sus interpretaciones de personajes digitales pero el actor Rylance debería ser el elemento que haga de Mi amigo el gigante la película icónica que su director no pudo concretar.

Google News

Noticias según tus intereses