En su película César Chávez (2014), Diego Luna nos entregó un convencional y elogioso retrato del famoso cofundador y líder de la Asociación Nacional de Trabajadores Agrícolas. Con la esperanza de mostrarle a los migrantes latinos del siglo XXI que “sí se puede”, su imaginería y su estilo narrativo obedecen a las biografías hollywoodenses con sus caracteres limitados a lo heroico, sus distorsiones históricas en favor del célebre protagonista y un tono inspirador, proselitista, que no nos hace comprender a los actores de la Historia y a sus tiempos sino amarlos. Es sorprendente, entonces, que aunque en Sr. Pig (Mr. Pig, 2016) continúa la admiración hacia el protagonista, el tono es mucho más sobrio y el lenguaje visual más elocuente.

En la primera imagen de Sr. Pig vemos un cuarto desordenado. La fotografía de Damián García —que antes trabajó en la formidable Güeros (2014) e hizo lo posible por salvar Desierto (2016)— nos muestra la pequeña habitación con una cámara en mano, inestable como la vida de Ambrose (Danny Glover), mientras suena un teléfono. Ambrose se levanta a contestar y la cámara comienza a recorrer el cuarto lentamente. Vemos un escritorio amontonado, un ropero atiborrado de objetos, escobas arrumbadas como ficheras viejas en una barra, una cafetera abrumada por tazas y un refrigerador que apenas se puede abrir. Entonces aparece de nuevo Ambrose, que mueve algunas cosas y le da un trago a una botella quizá de whiskey. La habitación denota el carácter; el trago al despertar demuestra el alcoholismo. El director que tardó un largometraje entero en reducir a César Chávez a héroe ahora tarda un par de minutos en expresar a su nuevo protagonista como un hombre.

Pero por maduro que pueda mostrarse Luna en Sr. Pig, sus intenciones, que ha explicado a los medios como una carta de amor a México, demuestran una sensibilidad romántica. En el México de Luna los habitantes incluyen policías corruptos pero amables y agricultores modernos y encantadores, o rústicos y tacaños. Hay carreteras largas como el tiempo que toma cruzarlas y en la televisión transmiten talk shows que Eunice (Maya Rudolph), la hija de Ambrose, define como “Jerry Springer con crack”. También hay playas magníficas que demuestran la humilde presencia humana en la Tierra y en México existe, según Ambrose, “la Mona Lisa de la comida chatarra”. Cualquier miscelánea es un museo para la panza. La amorosa idea de México que tiene Luna es la de unas ruinas donde habitan unos diablos cómicos: desafortunados, un poco crueles pero poseedores de un carisma implacable. Es similar al México de Alfonso Cuarón en Y tu mamá también (2001) pero aquel es un espacio real donde abunda la desilusión. En Sr. Pig triunfan los sueños a pesar de la realidad.

El afectuoso retrato de la patria, sin embargo, no me parece el centro de la cinta. En realidad Sr. Pig es un romance no de la nacionalidad sino de la personalidad. El alcohólico Ambrose, sin casa, sin dinero y sin empleo, en camino a México para vender un cerdo semental por 50 mil dólares, es ilustrado por Luna como un héroe trágico: un necio tan enamorado de un ideal —el trato humano a los animales, en el caso de Ambrose— que termina por romperse y herir con sus fragmentos a quienes se encuentren cerca de la explosión. Eunice es la víctima de Ambrose pero también su redención. Howie, el cerdo que Ambrose vino a vender a México, es más que una excusa dramática a ojos del personaje y del director: es el escudero en la última aventura de un noble y viejo necio.

Hacia el final de la película, alguien le pregunta a Ambrose por qué no mejor criar pollos. Ambrose responde: “Son estúpidos y no son familia”. Durante la primera mitad del metraje, Luna se concentra en la exposición del carácter de Ambrose y en su amistad con Howie. Ambrose baña al cerdo y le explica que a él tampoco le gustaba el aseo cuando niño. En otra escena se abstiene de ofrecerle una gordita de moronga porque no quiere que Howie se convierta en un vampiro. La venta del cerdo se desploma porque a Ambrose le asusta y le asquea la producción masiva de animales como si fueran cajas de cartón. Por otra parte, el alcohólico Ambrose es también el personaje del que canta Lee Hazlewood en el tema de la película, My Autumn’s Done Come: “Let my ‘I-don’t-care’-days begin”. Él mismo se describe como alguien que sólo ha querido divertirse.

Sin embargo, a pesar de haber construido un aspirante al Ulises de Tennyson —“quiero beber

la vida hasta las heces”— pero más viejo y jodido, Luna forcejea por contar su historia. A la llegada de Eunice, el ritmo decae porque cada vez suceden menos acciones. Tras ser un viaje con eventualidades variadas que expresan al personaje y su entorno, como Y tu mamá también o las cintas de Walter Salles, Sr. Pig se convierte sin advertencia en una versión pobre de los viajes en carretera de Wim Wenders. Mientras aquellos eran experiencias visionarias donde el espacio se convertía en un lenguaje histórico e individual capaz de aclarar o confundir más a los protagonistas alemanes en los años posteriores a la guerra, el viaje de Ambrose se torna en una serie de intercambios sentimentales sobre la pena de no ser un mejor hombre. El Ulises de Luna se encoge ante la vejez y la enfermedad y, , contra todo pronóstico, se arrepiente. Sr. Pig se tarda en hacerlo pero finalmente cede a los lugares comunes.

Es difícil para mí ver Sr. Pig como un fracaso, dados muchos de los elementos que mencioné antes. Más bien me parece una colección de pequeños éxitos que no se logran reunir en un solo triunfo. Es una lástima pero quizá también una promesa. La carrera de Luna como director apenas comienza y en tres películas ha mostrado una evolución notable. A Woody Allen le tomó siete películas —algunas de ellas pésimas— llegar a Annie Hall. Me pregunto en cuántas llegará Luna a su obra maestra.

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