Después de discutir Pink (2016), una película inconscientemente mal hecha sobre ideas lógicamente mal planteadas, me parece inevitable hablar sobre Tangerine (2015), una película deliberadamente fea sobre gente sórdida, que encuentra en el estereotipo una oportunidad para abrirse a lo humano, en vez de cerrarse a ello como la cinta de Paco del Toro. La comparación es, si se quiere, oportunista, pero me parece necesaria para entender la diferencia entre la imaginación artística y el propagandismo radical. En Pink vemos un mundo irreal donde el lenguaje —visual y hablado— es el eco de una televisión ahogada por la fealdad. Los personajes actúan y hablan como los de un infomercial; el tiempo transcurre de forma absurda y la humanidad es rehén de un dogma. En Tangerine, al contrario, encontramos un mundo de estereotipos no porque el director Sean Baker reduzca a las personas a sus roles sino porque los roles, en el caso de prostitutas transgénero, migrantes y traficantes, son personas.

En un intento por huir de la realidad, una de las protagonistas (Kitana Kiki Rodriguez) se hace llamar Sin Dee Rella (como Cinderella o Cenicienta), mientras que su mejor amiga paga por cantar una canción frente a una audiencia ausente en un bar en Noche Buena. Esta escena me recordó al final de Carmín tropical (2014), de Rigoberto Perezcano. Ahí, al menos, un muxe canta a una audiencia que le admira con una bella voz de mujer. ¿Es la suya o la que imagina tener? No está claro, pero al menos el aprecio es real. Para Alexandra (Mya Taylor) la experiencia es más decepcionante: posee la voz pero no la admiración, y esta no es la peor parte de su día. Baker observa cómo las aceras de Hollywood no son solamente las que pisan las estrellas o en las que atraviesan lujosos autos deportivos. Más bien, las calles de Baker se parecen al “Boulevard of Broken Dreams” del que cantaba Tony Bennett, donde Gigolo y Gigolette pueden besarse sin arrepentimiento y olvidar sus sueños rotos. No es gratuito que el primer plano de la película sea un fondo amarillo y raspado sobre el que transcurren los créditos en una cursiva blanca y elegante. En el fondo suena “Toyland”, la misma canción que cantará Alexandra, como un contrapunto irónico al duro mundo donde viven ella y Sin Dee.

Esto no quiere decir, sin embargo, que Tangerine sea un melodrama pesimista. Al principio de la película el tono más bien se orienta hacia el humor, y cómo no hacerlo en el contexto en que se sitúa la cinta. Después de 28 días en prisión, Sin Dee recibe de Alexandra, su mejor amiga y colega, la noticia de que su novio y proxeneta, Chester (James Ransone), la ha engañado con una mujer. Enfurecida, Sin Dee decide salir a la búsqueda de la “perra” y confrontar a su hombre, que no pudo mantener la castidad por menos de un mes. Mientras tanto, un taxista armenio encantado por las habilidades de Sin Dee viaja haciendo su rutina, busca sexo con un transgénero y regresa a casa en la noche para enfrentar una desagradable cena de navidad. El melodrama de la sola premisa ya es tan intenso que no podemos sino esperar una serie de eventos ridículos. La furia de Sin Dee, por ejemplo, acompañada de su pose y su lenguaje callejero, resulta cercana a la farsa pero hacia el final de la cinta se transforma en un dolor reconocible y conmovedor. Ante la posibilidad de la caricatura, Baker prefiere la complejidad, de tal manera que la película resulta tan kitsch como sublime.

Quizás obligada por su estilo de filmación —la cinta se rodó con tres iPhone 5— Tangerine es, como ya lo mencionaba, fea. La textura de la imagen no es tan delicada como la de una cámara de cine digital; mucho menos como la del celuloide. Eso le da a la película su cualidad barata y a la vez natural. Para mí la decisión resulta no sólo brillante sino inevitable porque resalta la sordidez del medio que está capturando, mientras, por otra parte, establece su lugar dentro de la tradición de cine kitsch de directores como John Waters, que hizo comer a Divine una caca de perro para probar que era la chica más sucia en Flamencos rosas (Pink Flamingos, 1972). Sean Baker no llega tan lejos pero en sus imágenes más grotescas revela a la vez lo cómico y lo natural. Ya sea un ebrio vomitando en el taxi de Razmik (Karren Karagulian) o Alexandra complaciendo a un desagradable cliente, Baker encuentra la manera de que las acciones posean una naturalidad tal que alcanzan la ambigüedad. Podemos reírnos o asquearnos; la reacción provendrá de nuestra tolerancia a la vida en los bajos fondos.

En otras escenas, particularmente hacia el final de la cinta, Baker logra transformar el desenfado de los clichés en la melancolía de su tema primordial: la apariencia como refugio contra la desilusión y la miseria. De alguna forma este tema se explora desde el principio de la película, cuando Alexandra insulta a otras prostitutas transgénero diciendo: “ugly ass bitches”, o “perras feas”. La vanidad no sólo es una característica: es un remedio contra la realidad, ya sea sexual, física o espiritual. Pero es al final de la cinta cuando la imaginería y el soundtrack se tornan hacia la realidad de los sueños y el desconsuelo de las ilusiones. Cuando Sin Dee logra encontrar a su rival la arrastra por las calles contra un crepúsculo intenso; cuando Alexandra logra cantar, la imagen del lugar vacío y la melancolía en sus ojos son un reflejo contradictorio de la letra alegre de su canción. Baker también captura con delicadeza la soledad de Razmik cuando éste se da cuenta de que sus placeres ocultos y su incapacidad de reconocer sus deseos han puesto en peligro su vida familiar. Al final, durante una reconciliación y un intercambio de pelucas, las más caras caen y se aparecen dos amigas frente a la otra como seres humanos.

Es difícil definir el rol de Tangerine en la historia del cine. Es hasta ahora la película más famosa y  de mayor excelencia filmada con un teléfono; sus temas reflejan la artificialidad de sí misma, evidente cuando su soundtrack acentúa momentos cómicos o en ciertas tomas que parecen aprovechar de más la movilidad de los drones. Pero es en esos mismos triunfos cuando se tiene la impresión de que todo resulta más del accidente que del genio. Habrá que darle tiempo a Tangerine y a su director para que nos demuestren qué fuerza definió las extraordinarias cualidades de la película. Lo que termina siendo innegable es la demostración de las posibilidades del lenguaje cinematográfico en un futuro. Tangerine prueba que en una época tan tecnológicamente avanzada como la nuestra, el cine es más una cuestión de voluntad que de fondos; más de ingenio que de estrellas. Retomando mi introducción, Paco del Toro queda anulado por esta cinta en todos los sentidos. Y no sólo él. Si Tangerine se convierte en un ejemplo, quizás en un futuro veamos una proliferación del arte cinematográfico y un cambio irreversible en la apariencia de nuestra cultura.

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