Bajo el actual gobierno, que presume “hechos y no de política”, la Ciudad de México se ha convertido en un botín para las inmobiliarias. En los últimos años, como parte de un cambio en la estrategia federal de vivienda, fue sustituida la apuesta anterior basada en la venta de reservas territoriales a bajo precio a las empresas en los márgenes de las ciudades (que resultó un rotundo fracaso), por la de densificar las zonas urbanas que ya cuentan con servicios.

Por eso es muy probable que el lector(a) de estas líneas haya percibido que en los alrededores de su colonia han ido apareciendo exclusivas torres de departamentos a precios que resultan exorbitantes para los habitantes tradicionales del barrio. Se trata de un fenómeno masivo, en el que gobierno e inmobiliarias se vuelven a aliar para capturar el valor del suelo producido por la gente y convertirlo en ganancias privadas. Estos proyectos —que suelen ir encubiertos por el discurso de la revitalización o el rescate de los barrios— en realidad es un despliegue estratégico de medidas y acciones que permiten la especulación y el enriquecimiento de inversionistas, constructores, financieros y funcionarios.

A la ciudad y los barrios los construye la gente, con su esfuerzo o con sus impuestos. Muchos de los espacios que hoy habitamos son producto de años de trabajo de personas que con su organización y energía fueron logrando que se pavimentaran las calles, que se tendieran redes eléctricas, de drenaje, de agua. Dicho esfuerzo colectivo es complementado por inversiones estatales (impuestos de la ciudadanía), que en conjunto se traducen en plusvalías de valor de suelo. Hoy, dichas plusvalías están siendo capturadas de forma íntegra, y muy agresiva, por empresas inmobiliarias, sin que éstas retornen nada de esa valorización a la población original. Es decir, ciudadanía y Estado trabajan durante años, desplegando esfuerzo e inversiones, y las inmobiliarias se apropian de los efectos externos de dicha inversión, sin regresar un peso; capturan la riqueza social sin retribuir nada a cambio.

No sólo eso, las inversiones inmobiliarias producen en los barrios graves afectaciones sobre la vida de las personas. Lo anterior, entre otras razones, debido a que la mayoría de los proyectos se construyen en un entorno de corrupción, con autoridades que a cambio de cuotas (50 mil pesos por departamento, según sea el caso) otorgan permisos de factibilidad técnica en materia hídrica, de suelos, de impacto ambiental, etc., en condiciones en las que es ilegal hacerlo. ¿Cómo es posible, si no, que se permita la construcción de 400 departamentos en barrios donde no hay agua, o donde ya están colapsadas las vías principales para transitar?

Pero es que las inmobiliarias no sólo generan una mayor presión sobre bienes comunes, sino que sus intromisiones especulativas también provocan la expulsión de las familias originarias de los barrios originarios. En las colonias en las que aterrizan, se eleva el impuesto predial, se generan presiones para que la población venda, y en muchas ocasiones, con cuadrillas de abogados, desalojan por la fuerza a familias que nunca tuvieron los recursos para obtener sus escrituras. De acuerdo con información de la PGJ, entre 2010 y 2015, cada día se produjeron en la ciudad 8.6 desalojos. Éstos últimos, en muchos casos podrían ser confundidos con operativos militares al desplegar 500 granaderos y helicópteros como los que están ocurriendo en el centro de la ciudad, en las calles de Zapata y Argentina. En la Colonia Juárez las personas ya rinden culto a Santa Mari la Juarica; le piden que ampare a las familias que ahí habitan desde hace años contra la gentrificación y la expulsión provocada por las inmobiliarias y auspiciada por el gobierno local. Son hechos, no política.


Coordinador del Área de Derechos Humanos
del Instituto de Investigaciones
Jurídicas de la UNAM

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