Como todas las noches después de trabajar en su negocio de ropa, Esperanza se sentó junto a dos de sus hijos frente a la tele y se puso a ver la telenovela de la noche, no recuerda cuál, lo que sí recuerda bien es que unos minutos después escuchó los primeros disparos que la alejarían de su hogar tres años después.

Por aquellos días, para Esperanza no era novedad escuchar balaceras por las calles de la ranchería sinaloense de Ocuragüe, del municipio de Sinaloa de Leyva, pero siempre había una advertencia previa que los hacía “correr al monte”.

Pero ese 11 de enero de 2012 nadie le advirtió a Esperanza. Sólo escuchó esos primeros balazos, que se sentían tan cercanos como si estuvieran acribillando a su propio hogar. Con cautela apagó la televisión y todas las luces y corrió a esconderse junto con sus hijos, lejos de la entrada y de las ventanas. Escuchaba a su vecina que pedía ayuda, también oía a niños llorando, pero el miedo no la dejó salir.

Se quedó con sus hijos, abrazados en silencio toda la noche mirándose en la oscuridad. Con los primeros rayos del sol, llegó la valentía para salir a la calle, a unos pasos de su casa encontró a sus vecinos que yacían muertos: padre, madre e hijo.

Pasaron unos minutos antes de que iniciara el caos, pues se empezó a correr el rumor que dejaron los sicarios: o se unen a nosotros o se van, si no, aténganse a morir.

A principios de ese año, células del cártel de Sinaloa disputaban varios municipios a los Beltrán Leyva. Los pobladores de la zona montañosa quedaron en medio de esta guerra.

El éxodo. Por las calles la gente lloraba, gritaba y corría de un lado para otro. Algunos montaban sus maletas en sus carros y camionetas, otros ponían sus pertenencias sobre burros y caballos, pero los más no tenían cómo salir. Algunos corrieron a la zona militar de Surutato, pero el Ejército nunca les abrió la puerta.

Al final del día, alrededor 100 familias, más de 400 personas, abandonaron Ocuragüe, en los días posteriores, más de 30 comunidades aledañas sufrieron el mismo destino.

La mayoría se mudaron a Guamúchil o Culiacán. La de ella es sólo una de las casi 600 familias expulsadas en los últimos años.
En los tres años siguientes han acudido a todos los niveles de gobierno, pero no han tenido respuesta.

—¿Ha considerado no volver?—se le cuestiona a Esperanza, que al convertirse en la cara más visible de los desplazados sinaloenses ha recibido, junto con varios compañeros, hostigamientos y amenazas de muerte.

Permanece en silencio, mira su manos acomodadas en su regazo y luego levanta la mirada.

—Esa sería la última opción, nosotros queremos volver, ahí está nuestra vida; en Guamúchil no nos gusta. Si no hay de otra, sí, pero nuestra vida está allá.

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