Libresco como fatalmente soy, evoco mis contados contactos con los libros de Mircea Eliade en el momento de leer un puñado de párrafos de Ruth Padel, muy razonables, sobre el chamanismo y su accidentado destino en nuestro mundo. “Los registros antropológicos acerca de los chamanes de Siberia —escribe Padel, poeta y clasicista— impresionaron a Occidente a principios del siglo XX.” No es un tema que me resulte totalmente ajeno: traduje hace un montón de años un libro de antropología titulado módicamente El chamán de los cuatro vientos, que era bastante serio e interesante; pero del cual los editores buscaron a toda costa las ventas cuantiosas aprovechando la moda de los “libros iniciáticos” de Carlos Castaneda. Yo conocí a este señor en las oficinas del Fondo de Cultura Económica y conversé con él unas cuantas veces: era muy simpático. Ahora mis lecturas van por otros rumbos. Por ejemplo, ese libro de Ruth Padel del cual provienen las citas sobre el chamanismo: A quien los dioses destruyen.

Urbanícola como también soy (“flor de asfalto”), no pienso en el chamanismo todos los días ni mucho menos; pero hago mal: en la Ciudad de México hay raíces profundas de vida campesina, de ritualismo, de creencias “premodernas”. Creo que eso explica lo que me sucedió hace algunos lustros: mi encuentro con un taxista chamán. De una vez advierto que nada espectacular ocurrió; pero a mí me dejó muy impresionado. Aquí va, pues.

Estaba platicando, como suelo hacerlo, con un taxista y de pronto éste me dijo un poco a quemarropa: “Usted no sabe respirar”, lo cual me hizo reaccionar con energía: “Pues entonces ¿cómo cree usted que he llegado hasta aquí, a tener esta edad avanzada?”, le retruqué, con todo el aplomo de mis cincuenta y tantos años de edad. “La verdad no sé, pero usted no sabe respirar; lo he estado oyendo cómo respira y no sabe, de veras no sabe.” La discusión siguió, erráticamente, por diversos rumbos, hasta que el taxista me soltó el peso de su autoridad: “Discúlpeme, pero yo sé lo que le digo: soy chamán.” “¿Ah, sí? Caray, pues entonces ¿qué hace manejando un taxi?” Francamente, ya no me acuerdo qué me dijo a continuación porque perdí el interés en la plática.

Llegué a mi casa, le conté mi aventura a mi esposa y ésta comenzó a decir que algo de razón tenía el taxista chamán, pero mejor dejó el asunto ante mi indignación por tanto saber acerca de mí por parte de personas que no son yo. Ella aprovechó la ocasión, sin embargo, para recordarme por tresmillonésima ocasión que me convenía hacer un poco de ejercicio (y yo, por tresmillonésima vez, seguí sin hacer caso).

Hace poco mi esposa volvió a la carga. Estaba yo tumbado en el sofá-cama con los audífonos, oyendo a Richard Thompson, y ella me hizo gestos de que me los quitara: “Estás respirando muy entrecortadamente. Acuérdate de lo que te dijo el taxista chamán.” Tenían y tienen razón. No sé respirar. ¡Qué lata!

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